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Manticora
Materia - Locura
Volverse loco no está al alcance de cualquiera

Judit Bembibre Serrano y Lorenzo Higueras Cortés

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I. Las cosas deben ser nombradas         

“Yo tengo, miedo, piedad, alegría, tristeza, codicia, largueza, furia, mansedumbre y todos los buenos y malos afectos y loables y reprehensibles ejercicios que se puedan encontrar en todos los hombres juntos o separados. Yo he probado todos los vicios y todas las virtudes, y en un mismo día me siento con inclinación a llorar y a reír, a holgar y a padecer y siempre ignoro la causa y el impulso destas contrariedades. A esta alternativa de movimientos contrarios, he oído llamar locura; y si lo es, todos somos locos, grado más o menos, porque en todos he advertido esta impensada y repetida alteración”.
Torres Villarroel

Acaece una palabra para pensar un problema que empieza a percibirse en un determinado momento y, luego, olvidada de su origen, al confundirse con una realidad dada, o natural, o substancial, se convierte precisamente en un obstáculo para el pensamiento. Acaece para nominar algo que no tenía designación y, por consiguiente, no es aquello que nomina y sobre lo que, sin embargo o precisamente, nada podría administrarse sin este nuevo avatar de la cultura devenido de mote a Realidad, o por mote Realidad. Es por ello que difiere la Realidad misma de lo que sea un inocente, un loco o un enfermo mental, y si queremos una instancia última común, digamos la Idea que se oculta alén la ignoscencia, la locura o la enfermedad mental, ya no podrá ser la de, por ejemplo, la enfermedad mental (que sólo presenta el privilegio de ser la forma más reciente lo que debería precisamente de hacerla más sospechosa), sino la de una metalocura, o metaenfermedad, por cuanto la, mera, enfermedad mental no parece incluir, como Realidad legítima, la, por ejemplo, posesión demoníaca.

En los distintos tratamientos, la hoguera o los neurolépticos, cabe mejor percibir ciertas prácticas de opresión tan incomparables, y tan iguales como se quiera, como la servidumbre de la gleba con la del contemporáneo obligado, por el contrario, a no cesar de moverse, desde los desplazamientos al trabajo al turismo compulsivo y masivo, pasando por las diversas especificidades de disponibilidad y reciclaje vital y, en general, laboral, por cuanto la vida misma se constituye según los tiempos y las formas del trabajo, es decir, como una puesta en valor, sea de la pareja o los propios hijos (comprados o no en China) sea de los conocimientos (efímeros) que el sujeto pueda ofrecer en el mercado.

De ello hablamos en estas páginas, de cómo, en primer lugar, la locura o la enfermedad mental hace referencia a pensamientos, sentimientos y conductas (todo es lo mismo o al menos del mismo orden de lo co-determinado) que antes se daban pero no eran locura o enfermedad mental, o a pensamientos, etc., que antes no se daban y, por tanto, no eran ni podían ser locura ni enfermedad mental. De lo que manifiestamente se desprende que antes de la locura o enfermedad mental, necesariamente, no había ni de ésta ni de aquélla.

Y hablamos, en segundo lugar, de cómo y por qué vericuetos se ha transitado de la locura a la enfermedad mental, y de cómo ésta y su complementario el trastorno mental (y del comportamiento), en su aparente oposición biología/aprendizaje reducen el asunto a una cuestión, a un determinismo, individual, entendiendo al individuo como una, mera, realidad natural y contable.

Por tanto, ahora, cuando el triunfo de la neolengua es incontestable, cuando el discurso de “género” niega cualquier identidad biológica a la femineidad (lo que es fetén por cuanto es polo simbólico sin ek-sistencia sino en relación al otro) sólo para mejor defender las superioridades de la mujer sobre no se sabe entonces cuál naturaleza, cuando las organizaciones no gubernamentales dependen crecientemente de los presupuestos del Estado y efectivamente la paz es la guerra y los ejércitos protagonizan las misiones humanitarias (como antes las civilizatorias y antes las evangelizadoras), cuando ni siquiera se aprecia una afirmación sincera del poder (por tanto cínica), como la rotunda función de “jefe de explotación”, entonces conviene llamar modestamente pan al pan y vino al vino, haciendo entonces camino de la única forma posible: saliéndose de él (Bergamín).

Los nombres de las cosas no son indiferentes. Tanto no lo son que sin aquéllos no existirían éstas (cosas como esa femineidad o ese humanitarismo). Bien explica la Biblia que el primer gesto del dominio (y nótese que es consustancial a la constitución del sujeto y el objeto) sobre la naturaleza ya incontestablemente a nuestro servicio es el de Adán cuando proporciona el nombre verdadero a las creatura(1). Un tigre puede ser definitivamente azul pero en modo alguno tigre mientras no recibe un nombre. Como puede ser azul un dolor pero no locura hasta que así no nos lo parece y nos lo parece porque tenemos la rejilla de la nominación (que a diferencia del lenguaje ya es Cultura) en que encajarlo.

De modo que hubo un momento en que pululaban en nuestro mundo lobisomes, vampiros y demás hombres de lunas, tiempos en que junto a estos zoantropos, pero lejos de ellos, las personas como usted o como yo o como Torres Villarroel a veces sufrían alferecías o síncopes, o incluso, y para eso estaban las gavias, frenesías. Pero no había locos, y plácidamente nuestros semejantes paseaban por el mundo sus quimeras, sus extravagancias, sus devaneos, sus barrenos, o se alejaban de él en sus transportamientos. Ciertamente algunos padecían avenates, ramalazos o tarantas y entonces decían o hacían chaladuras, majaderías, chifladuras, guilladuras. O bien había momentos, saturnales, carnavalescos, en que todos estaban convocados a hacerlas y entonces era ése el orden.

Pero no había locos, aunque ciertamente sí desmentados difíciles de distinguir de los insipientes y orates que podían confundirse con los santos(2), que sólo si agitados, como hemos dicho iban, a la jaula, a la carreta, y sólo el tiempo que necesitaban para calmarse. Era un mundo con bufones, tontos del pueblo, curas mendicantes y mendigos religiosos, no en vano proporcionados por Dios para un mejor ejercicio de la caridad cristiana (como los lunáticos son benditos de Alá -el Clemente, el Misericordioso- que así les impide pecar, no en vano lawqâ, de donde viene nuestro loco, femenino de alwaq, en árabe es “la que se ríe”), taumaturgos, brujas, curanderas, parteras, mujeres que conocen como sanar con plantas y entienden de venenos.

Los locos vinieron luego, de la mano de los loqueros, alienistas, frenópatas, pero aún no los psiquiatras. Y estuvo claro quien era o no loco: eran aquellos que habían perdido la razón. Por tanto, carentes y, por tanto, alienados en manos de su familia o de los médicos, incapacitados, menores de edad. Todo el mundo podía saber donde acababa la razón y empezaba la vesania.

Luego la loquera pasó, pero nada pasa y ahora los hierofantes, psicopompos, mánticos y augures de toda laya se nos ofrecen en televisión. En la casa de orates se recluyeron cuantos hasta ese momento se habían librado de la gavia, pero fuera de la loquera transitaban todavía fastidios, aburrimientos, hámagos, ascos, hartazgos, molestias, achaques, alifafes, ajes, goteras, dolamas, arrechuchos que a todos nos afectan. Fue necesario que junto a la folía emergiera un nuevo ente, la enfermedad de los psiquiatras, esto es, la enfermedad mental y su competencia y, por tanto, complemento, el trastorno -mental (y del comportamiento)- de los psicólogos, para que cualquier miseria humana, de la condición humana y de las condiciones de las mujeres y los hombres, fuera objeto de control y tratamiento. Borrando lo que ignoran. Las risas y el llanto, y el amor cuyo final puede ser tratado mediante comprimidos de dopamina.

La historia es conocida. El último de los alienistas, Charcot, ya denominado neurólogo -en un momento a caballo de los siglos XIX y XX en que preocupan los costes de los accidentes derivados del maquinismo aplicado a la industria y el transporte y donde los traumatismos encefálicos permiten nacer la neurología para resolver el creciente problema de la simulación-, muestra que el desencadenamiento de los síntomas histéricos, del denominado mal de madre, nada tiene que ver con la migración uterina sino con la propia voluntad del médico. Gran escándalo porque se ha olvidado donde radica el poder de curación del alienista, expresado claramente un siglo antes.

El alienismo entonces se pasteuriza convirtiéndose en psiquiatría, por tanto medicina, medicina del cuerpo y del silencio, medicina de las inyecciones de trementina y los comas insulínicos, de los electrochoques y las ablaciones, de los barbitúricos y los neurolépticos. El desvarío cede el paso a la enfermedad. Freud, otro neurólogo, discípulo de Charcot, ve sin embargo la esencia de la locura en la relación entre médico y paciente y quiere liberarla de la autoridad de aquél. Para ello, ordena hablar al paciente, decir sinsentidos. Nace (renace tras haber sido subsumida por la sofística y rechazada por la medicina naturalista en la Grecia clásica, de ahí que se hable de des-cubrimiento del inconsciente que, como nos enseña Homero, son los dioses), la curación por la palabra, luego la psicoterapia. La insania se aparta ante el trastorno mental (y del comportamiento).

II. La exclusión como universal

“Las leyes de la conciencia que, decimos, nacen de la naturaleza, nacen en realidad de la costumbre”.
Montaigne

En el badulaque de disposiciones individuales y presiones sociales que oscuramente se han pretendido esconder bajo el rótulo de locura, o el más moderno pero no menos ideológico de trastorno o enfermedad, encontramos recortados tanto fenómenos humanos universales, por muy modificados que aparezcan en diferentes culturas, como otros radicalmente nuevos.

La complejidad del asunto nos viene dada ya desde este primer intento de circunscribirlo. No es algo inmediatamente dado qué sea tal cosa como una disposición individual. Y esto porque la categoría de individuo lo es biológica pero en modo alguno legítimamente psicológica. Sin entrar ahora en las falacias derivadas de tales importaciones espurias de la biología a la psicología que quizá se muestran con toda su fuerza en la noción de adaptación, debemos al menos reseñar que toda noción de individuo psicológico queda fragmentada y diluida por las exposiciones que hace Freud acerca de la construcción del yo, cuestión de la que estaremos de acuerdo en que se puede decir cualquier cosa excepto que sea unitaria.

Los procedimientos de incorporación, identificación, proyección y un largo etcétera con que Freud va desgranando la constitución del sujeto portador (Träger) de las relaciones sociales, expresión de un campo de fuerzas definido por Marx, y que al final, de forma más o menos obtusa, ha tenido que incorporar la psicología académica (sin duda porque le es conveniente para el desempeño de su artero encargo social), alejan definitivamente los mecanismos de hominización de cualquier registro evolutivo. Y ello porque cada una de las identificaciones constituye un nuevo acto psíquico en modo alguno garantizado de antemano, tanto que dichos actos desde el punto de vista de cualquier psicología genética constituyen y tienen que constituir accidentes en el desarrollo. De modo que cada una de las subjetividades representa un correlativo fracaso en la asimilación cultural, una inclusión de unos aspectos de la cultura y una exclusión de otros, si es que no se trata de una distorsión de todos. Punto de vista que se mantiene en tanto que cualquier psicología genética, evolutiva y evolucionista, necesariamente la más roma, persevera, de forma más o menos tambaleante, en la idea de una realidad externa y por tanto igual para cualquier individuo. Y en tanto es incapaz de apreciar las contradicciones representadas en la propia idea de realidad. De manera que un Piaget puede describir la obtención del razonamiento lógico, del que sin embargo insiste que no está al alcance de todo el mundo, como una segregación de experiencias concretas en un mundo físico inalterable, porque ignora su fundamento en el análisis categórico que efectúa Aristóteles de la lengua griega, pero no explica qué consecuencias se extraen de la experiencia de una relación con un padre y una madre contradictorios si no conflictivos (y la proliferación de revistas con instrucciones de crianza no hacen sino agravar el problema acabando con cualquier resto de sentido común que algún progenitor todavía y por milagro pudiera albergar), si más no fuera porque no vivimos en el mejor de los mundos posibles (y en este sentido cualquier psicología genética es, por definición, panglossiana) y las mamás o mamaes o mamases (como maravedís, maravedíes o maravedises, recuerda Sánchez Ferlosio), todas y cada una, y de igual modo los papases tanto más descargados de valor simbólico y transmutados en una especie de submadres, amamantan con sus frustraciones y sus miserias, lo que, dicho sea de paso, no les priva de una solidez mayor y no menos permanente que las del sol y la luna, pero esto es ya de más penosa comprensión para los genetistas.

Por tanto, un individuo no es un dato y una acumulación de registros de individuos no puede hacer un dato sino mantenerse en la constatación más burda de un razonamiento o racionalización circular: fulano es extravertido porque le gusta salir y le gusta salir porque es extravertido (así que la estadística no encuentra nada sino lo que ella misma ha puesto), de la misma manera que un loco es alguien que no puede trabajar y molesta (a esto está reducido el mínimo común de locura por los manuales internacionales de diagnóstico) y lo hace porque no está en sus cabales.

En segundo lugar, tampoco podemos determinar qué sea disposición sin recaer en el mismo círculo vicioso de los instintos (o las motivaciones o los rasgos de personalidad, etc.). Las estadísticas menos sospechosas, por ejemplo de la OMS, muestran una y otra vez que, digamos, una madre soltera, negra y en paro tiene n probabilidades más de sufrir trastornos, digamos, ansioso-depresivos, que un varón blanco con una familia y un empleo estable. Pero es mentira, no es que una madre soltera, etc. tenga más o menos probabilidades, es que en el grupo de madres solteras, etc. (nótese: 1. que se trata de características demográficas y no “psicológicas”. 2. que se tienen en cuenta unas características que parecen relevantes (argumento a la evidencia), y que desde luego no parecen independientes entre sí, y no otras. 3. que en todo caso, como vemos, se trata de características correspondientes a unas determinadas formaciones sociales). De ahí que se “enferma” de determinadas condiciones sociales. Ahora bien, del referido grupo no todas enferman, digamos un 80%, lo que se debe a que no están predispuestas, pero no sabemos si el 20% restante va tirando porque beben o porque se prostituyen, a lo que indudablemente deben estar predispuestas, ya que otras no lo hacen.

Por consiguiente, la disposición individual viene a ser la explicación mítica (original y prototípica, así como ritualmente invocada) de una causa que se desconoce, algo así como el flogisto o la propiedad dormitiva del opio. Explicación en términos de porcentaje, porque el asunto consiste en determinar en cada momento y en qué tanto por ciento la extraversión, el peso o la chifladura (pero no la maldad que desaparece del mundo con las ciencias sociales en un nuevo rasgo de panglossismo) se deben a la herencia o al medio. Sí señor, en eso andamos todavía. Como si en el hombre se pudiera hablar de naturaleza y no de historia, como si cada cultura no reprimiera unas formas y produjera otras (dentro de lo biológicamente posible, desde luego, somos todos el mismo barro, y los campos de concentración nos han mostrado que poco es lo mínimo necesario, como El Corte Inglés lo ilimitado del deseo de cosas innecesarias, pero también dentro de lo mecánica o lo físicamente posible, cuyo porcentaje nadie trata de determinar).

Tradicionalmente y como summum de cientificidad se han estudiado gemelos univitelinos criados juntos y separados (lo que quiere decir que, en muchos casos, iban a la misma escuela, vivían en el mismo barrio y eran criados por unos tíos o unos abuelos). Ahora procedemos a medir determinados niveles de los así llamados neurotransmisores (o flujos eléctricos o localizaciones de actividad cerebrales) y asociamos unos determinados niveles bajos o altos de los mismos a la presencia o ausencia de los trastornos mentales, o viceversa. Como si:
1. La existencia de tales correlatos físicos nos diera idea de causa, confundiendo lo necesario con lo suficiente, pretendiendo derivar de la mera existencia biológica condiciones “psicológicas”.
2. Conociéramos la variabilidad idiosincrásica de tales fenómenos y su asociación, en interacciones de múltiples grados, a otros fenómenos (otros neurotransmisores, hormonas, etc.), sin entrar ahora en el papel productivo del lenguaje.
3. La mejora sintomática (en unos aspectos y el empeoramiento e incluso la destrucción completa del alma del individuo en otros) tras la administración de una substancia (digamos, inhibidora de la recaptación de la serotonina) demostrara que la causa de la “enfermedad” era el déficit de la misma, como la mejora en la movilidad y autonomía de un paralítico al que se le proporciona una silla de ruedas demostrara que le faltaba una silla de ruedas (y no las piernas) y que aun la causa de su parálisis era la falta de ruedas (y no de piernas). Quizá debamos lamentar no recordar de quien hemos tomado este ejemplo.
4. La causa del resfriado fuera la existencia de mocos.

Pues bien, si incluso así suponemos que conocemos los factores individuales “predisponentes” y los sociales “desencadenantes”, aún permanece la perplejidad de que en la etiqueta de locura se incluyen maneras de pensar, de sentir y de actuar que antes o en otros sitios han sido tenidos por normales y deseables, o bien otras totalmente nuevas: trastorno antisocial de la personalidad, trastorno límite de la personalidad, déficit específico del aprendizaje escolar (lo que al menos requiere la presencia social de una escuela) y un etcétera largo.

De modo que, si en el primer caso tales formas pueden quizá algo indicar acerca de la “naturaleza” humana(3), digamos un continuum de delirio (o, si se prefiere, la experiencia mística como universal antropológico) que todos poseeríamos en más o en menos, como la capacidad de correr. O la existencia de diferentes formas de conciencia promovidas o condenadas ajenas a la reducida conciencia mal llamada pragmática. De donde se desprende que, si el delirio es universal pero no siempre condenable, necesariamente su consideración como locura es exclusivamente social.

Mientras, en el caso de los síntomas o trastornos mentales (y del comportamiento) nuevos nadie duda de su origen social. Mediados, eso sí, por la disposición o hace no tantos años por la degeneración del instinto (como el de la decencia o el patriotismo localizados por los frenólogos del mismo modo en que ahora los neurocientíficos localizan en el lóbulo frontal las “funciones ejecutivas”, de “control” de los “impulsos”). Esto es, por más predispuesto que mengano estuviera nunca desarrollaría el así llamado trastorno en otra situación cultural, como un trastorno de lectoescritura en una sociedad ágrafa o un trastorno por dependencia de la nicotina en otra donde no se conoce el tabaco o su consumo forma parte de una obligación ritual, o simplemente donde no esté condenado su uso por razones más o menos salvíficas y, en definitiva, de biopoder.

Que la esencia de la locura es histórica se desprende de que la esencia del hombre lo es, pero si todavía queremos seguir argumentando baste decir que no sólo no conocemos lo que para los griegos es manía (lo que salta a la vista únicamente con considerar los distintos contextos en que aparece sólo en Homero) o hybris (¿orgullo? ¿insolencia? ¿vanidad?), la lýssa (que incluye el delirio pero es al mismo tiempo la rabia de los perros), etc.(4), sino que sí conocemos que incluyen pensamientos, emociones y acciones que para nosotros en algunos casos son “normales” mientras que excluyen otras que ahora son “psicopatológicas”(5). Dicho aún de otro modo, en el recorte a la loquesca que se hace de pensamientos, emociones y acciones (todo es uno y lo mismo), se incluyen bien elementos que antes pertenecían a otros ámbitos (a otras maneras de recortar la realidad, de imponerle la rejilla de la Cultura): religiosos, morales (la naturaleza moral de la psicopatología es ahora menos obvia o más cínica), de orden público (idem), junto con elementos de nueva factura que indican el carácter violento (al menos física y moral si no metafísicamente) de ciertos productos sociales.

No hay, por tanto, una substancia prepatológica, nada substancial que preexista a una determinada enunciación histórica de la locura que, como veremos, ha ido definiéndose de forma contingente y contradictoria, hasta llegar a la enfermedad y el trastorno mentales, de modo que no había nada necesario en los asilos que a ello nos condujera, ni que hubiera podido hacer prever a un sujeto absoluto que ahora anduviéramos por los vericuetos que transitamos. Sin embargo, esta ontologización de la chaladura es necesaria para las ciencias sociales como condición de su propia existencia que no consiste sino en naturalizar y por tanto en eternizar unas condiciones históricas e injustas que reparten de muy desigual manera el sufrimiento humano, condiciones de las que obtienen su poder. No hay un antes de la locura que estuviera ahí esperando su des-cubrimiento, sino una producción social de un artefacto de exclusión, del que intentaremos alumbrar algunos hitos.

III. La locura como mecanismo de exclusión

“Los que están de acuerdo conmigo están locos. Los que no lo están detentan el poder”.
Philip K. Dick

Foucault (imprescindible para la comprensión del fenómeno de la vesania y del que hay que volver a hablar al menos porque no es inmediatamente accesible, por represión, a los profesionales de la “salud mental”, lo que en sí mismo muestra la inexistencia en el progreso del conocimiento) en la primera edición de su Historia de la locura, incluye dos citas que en las ediciones sucesivas desaparecen, quizá porque proporcionan claves demasiado justas. En efecto, ponen de relieve otros tantos aspectos esenciales para caracterizar la vesania.

La primera, muy conocida, de Pascal dice algo así como que los hombres están tan necesariamente locos que sería estar loco, por otro giro de la locura, no estar loco. En paráfrasis, no hay sociedad que no prohíba algo o, con mayor amplitud, que no excluya algo del orden de los actos y del orden del discurso. Por ejemplo, matar, al menos a ciertos miembros o en ciertas circunstancias. Lo que para otros miembros o en otras circunstancias puede convertirse en obligatorio. Ejemplos ad nauseam encontramos, entre otros, en el totemismo o en la historia de la Iglesia.

Los mecanismos, sujetos y objetos de exclusión naturalmente -queremos decir históricamente- varían. Pero la exclusión es, vale decir, un universal antropológico. Ahora, podemos imaginar aunque no compartir, la angustia de un adolescente, e incluso de algún personaje no tan tierno, porque su teléfono portátil está socialmente obsoleto en relación al de sus camaradas. La risa, el ridículo excluye (a unos) y, por tanto, incluye (a otros) que así serán miembros plenos, ahora cabría decir normativos, de un grupo.

Otros tantos comportamientos o discursos pueden resultar de igual modo excluyentes sin estar explícitamente prohibidos en el orden del derecho, del que en su forma positiva conocemos el origen ilustrado. Derecho que hasta esta formulación reciente, simplificada en que lo que no está prohibido de forma expresa está permitido y que ahora está en riesgo cuando se nos pide un ejercicio prudente (¡) de la libertad de expresión(6), se fundamenta en efecto en la soberanía (del Soberano), así como en toda clase de prohibiciones no formales: reglas morales no explicitadas, costumbres. Lo que permite entender que hasta la definición clásica de la locura compartan encierro padres pródigos o libertinos (más allá de lo “normal”), jovencitas pobres de buen ver y por tanto en peligro moral, blasfemos, excéntricos, etc.

Todo poder se ha ejercido en el dominio de las tan ahora cacareadas información y comunicación (el orden del discurso por mejor decir) no menos que en el de las conductas, y no en vano el dispositivo de definición (saber) y tratamiento (poder) de la locura empieza a cobrar importancia junto a otros que le son paralelos (derecho penal, pedagogía), cuando los anteriores, qué sea o no blasfemia o herejía, qué sea un comportamiento cristiano (aún podemos oír “no está muy católico” mientras nuestro interlocutor se lleva el dedo índice a la sien), derechos naturales (de sangre, de origen divino, etc.) pierden eficacia por su vinculación con el Antiguo Régimen. Y en el mismo sentido decaen cediendo (más o menos, pero siempre en un más o un menos de fenómenos recortados viejos y nuevos) su lugar a otras formas, cuando la sociedad disciplinaria correspondiente al capitalismo productivo (de valores de uso) empieza a convivir con la sociedad de control, normativa -estadística(7)- del capitalismo fetichista (financiero y de consumo). De este modo, junto al loco (al loco-loco frecuentemente identificado con el enfermo mental) aparecen una serie de patologías blandas o difusas caracterizadas en términos de trastorno, junto al delincuente así sustantivado asoman diversas categorías límites entre la pena y el tratamiento, mientras que la educación olvida los contenidos para promover las competencias de cada individuo (de la masa). Siendo así que el discurso de la psicología permite un control tanto más fino, pero complementario, que el de la psiquiatría, en la medida en que amplificados por los medios (de producción de masas de individuos) y tan presentes como el aire, son los únicos elementos que encuentra la gente a mano para contarse sus miserias: “mi problema es que me falta autoestima” (y va y le compra cuarto y mitad al psicólogo que para eso está)(8).

Por consiguiente, la insania es un procedimiento de exclusión históricamente constituido. Más brutal aún: no siempre ha habido “locura”. Esto a veces cuesta trabajo explicarlo a nuestros alumnos o a nuestros pacientes, al menos a aquéllos que a menudo constituyen una mayoría que con precisión puede designarse como aplastante, que no sólo desconocen que hablan en prosa sino que ni siquiera sospechan que ignoran que son unos fervientes empiristas. Vale decir que “las cosas son como son”. Lejos de nuestro ánimo pensar, sin embargo, que dicho mantra sea exclusivo de las personas a nuestro cargo, antes bien goza de un amplio predicamento entre, por continuar proporcionado ejemplos, los media, los psicólogos y los demás instrumentos de sujeción y, por consiguiente, entre los sujetos sujetados.

Y como el empirismo es consustancial a la idea de progreso, históricamente dieciochesca pero en esencia cristiana(9), la solución es fácil. Las conductas, los contenidos de lo que ahora se llama locura y, aún “más ahora”, enfermedad o trastorno mental habrían estado “siempre” ahí pero recibiendo otro nombre u otras explicaciones. Pues bien: no. La locura no es un objeto que estuviera ahí dado (objectum), digamos como una cebolla (metáfora sin duda más acertada para los yoes de los sujetos que para el lunatismo, como vamos viendo) y al que basta quitar las sucesivas capas de ignorancia, superstición, desconocimiento y hasta mala fe, para encontrar su esencial naturaleza.

Siempre sorprende que personas que, precisamente por haber recibido una educación -esto es, un hábito dirá Feyerabend, un habitus Bourdieu- se consideran capaces de razonar, lo sean en efecto para determinar cómo los autores anteriores han estado "influidos" en sus mientes por su época y sus circunstancias personales, mientras ellos, los racionales, encarnarían, en efecto, la pura razón indubitada, progresada.

Lejos de ser eterna, la locura es, repitamos, un mecanismo de exclusión entre los miles que nos muestra la historia, que ha llegado a alcanzar una importancia soberana en el Occidente moderno (hasta el punto de psicologizar todas las relaciones entre individuos), momento y lugar en que tiene su preciso nacimiento. En efecto, de nuevo es Foucault quien lo muestra, no hay majadería sin un correlativo culto a la Razón que se refleja y reconoce (problemas de la óptica) en aquélla deformada.

La locura, como hemos visto, supone entonces un recorte por una determinada línea de puntos que proporciona una nueva figura a elementos que hasta este momento bien pertenecían a realidades de lo más diversas, bien a elementos enteramente nuevos.

IV. El delirio

“No sólo las respuestas sino también los problemas mismos llevan consigo un engaño”.
Marx y Engels

Aceptemos entre los elementos antiguos, eternos o imperecederos de la insania, el delirio(10), sin detenernos demasiado a pensar en qué sea un delirio o en las distintas formas que pueda adquirir. En ocasiones, desde luego se tiene la, digamos, sensación de que la diferencia entre un delirio y la realidad es meramente cuantitativa, y esto debería encantarles a la mayoría de los psicólogos, máxime cuando la polémica de la continuidad o discontinuidad entre la normalidad y la psicopatología sigue abierta. Es decir, el delirio pasa a constituir la realidad cuando lo comparte una masa crítica, en el sentido fuerte, de personas. Al fin y al cabo somos los únicos animales que creemos en cosas que no vemos. O dicho de otra manera, el símbolo nos habita, más precisamente, nos posee.

En cuanto a las formas del delirio o qué contenidos pasan por delirantes, bástese pensar en la desemejada cantidad de neurolépticos o de antiepilépticos que recibiría nuestra santa Teresa de advenir entre nosotros (sin contar con su ingreso en un hospital de día para el tratamiento de su grave anorexia), sobre todo desde que contamos con posibilidades técnicas como los habituales implantes dentarios a que tan aficionados son los extraterrestres para garantizar la fluidez de la comunicación con el esquizofrénico de turno.

No obstante, si consideramos salvados los escollos de cómo definir un delirio por su desapego con la realidad o por la naturaleza de sus contenidos, hay una aporía que se nos antoja insubsanable. El hecho de la función del delirio, no ya en el ámbito ¿inocuo? ¿lábil? de las convicciones, sino en el de la organización social, en la resolución de problemas efectivos de la convivencia, y esto en la inmensa mayoría de las sociedades históricas. En realidad, en esto la sociedad occidental, permítase el empleo de tan ambigua noción, por más globalizada que esté -pero los globos se pinchan- es una absoluta excepción, a menos que queramos reinterpretar en términos alucinatorios quimeras como el progreso, el recurso a la tecnociencia, etc. y no como, con justeza son, mitos(11).

No pensamos necesariamente en nuestra Teresa santa y su compulsión a la fundación, sino en chamanes, sanadores, arúspices diversos de nuestros ilustrados y organizados griegos, en todo tipo de prácticas iniciáticas y su papel en la transmisión del conocimiento, también el científico. Sinceramente, si alguien necesita más argumentos para no incluir los delirios en la forma natural de la locura, no los merece.

En cuanto a los elementos nuevos que pasan a quedar incluidos en dicha forma, vale remitirse, en primer lugar, a las condiciones estudiadas por Foucault, para después considerar las más recientes referidas a la enfermedad o el trastorno mentales. Cuando los alienistas van recortando y produciendo la enajenación sobre el previo encierro conjunto de visionarios, fanáticos, insensatos, impíos, locos que serán y pobres, entre otros. Encierro y tratamiento de alienados en el que Foucault reconoce las maneras mismas de la esquizofrenia. Pero la fabricación de la locura(12) no se detendrá en la “locura sin delirio” del “libertador” Pinel o Esquirol. Piénsese, como otros tantos hitos, entre demasiados, en la monomanía homicida o en nuestro trastorno antisocial de la personalidad.

V. El médico como autoridad moral

“Me parece que la llamada enfermedad sagrada no es más divina que cualquier otra. Tiene una causa natural, al igual que las restantes enfermedades. Los hombres creen que es divina precisamente porque no la conocen... En la naturaleza todas las cosas son iguales en que pueden reducirse a las causas precedentes”.
Hipócrates

Antes del XVIII la locura ya está definida, como opuesta a la Razón, pero aún no es objeto sistemático de internamiento (como tampoco lo son la “delincuencia”, el ejército, los niños, los enfermos, las mujeres en su casa...)(13). Los lugares que se ofrecen para su cuidado eran varios: especialmente la naturaleza (el jardín, el reposo, el paseo), o el teatro como una especie de contranaturaleza donde se representa la propia locura. Estas prácticas continúan en el siglo XIX (Esquirol, 1772-1840), hasta que la extravagancia se pone en relación no ya con el error sino con la conducta regularizada y normal. Aparece menos como perturbación del juicio que de la manera de actuar, de querer, de sentir las pasiones y tomar (libremente) decisiones. Pivota del eje de la verdad al de la voluntad. Hay alienados “cuyas facultades intelectuales están íntegras y prefectas”(14). “Pero no hay alienado cuyas facultades morales no se encuentren alteradas, desordenadas, pervertidas”(15). La ausencia de delirio únicamente es un signo cierto de curación “con el retorno de las inclinaciones morales a sus justos límites”(16). Cuando el alienado desea ver a sus padres, a sus amigos, vuelve al “seno”, dice Esquirol, de sus costumbres. La locura ya no aparece, pues, como debilidad o yerro de la razón, sino como error moral.

El hospital médico recién constituido permitirá definir el manicomio como un espacio para descubrir la verdad de la locura, aislarla del ambiente que puede influirla. Pero además de un lugar de desvelamiento, el manicomio, el hospital psiquiátrico del siglo XIX cuyo modelo proporcionó Esquirol, es un lugar de confrontación, donde el extravío, voluntad desordenada y pasión pervertida(17), debe encontrar una voluntad recta y pasiones ortodoxas. Se trata de un proceso de confrontación, de lucha, de dominación que se produce cara a cara entre el loco y el médico.

El asilo es una pequeña sociedad y una gran familia, en donde el médico es juez y padre, dirá el libertador y precisamente "padre" de la psiquiatría: “¡Cuantas analogías entre el arte de dirigir a los alienados y el de educar a los jóvenes!”(18). Para Pinel (1745-1826), la curación del loco consiste en su estabilización en un tipo social, en que ocupe su lugar en la sociedad disciplinaria.

“Sin embargo, y es esto lo esencial, la intervención del médico no se realiza en virtud de un saber o un poder medicinal(19), que él tuviera como algo propio, y que estaría justificado por un conjunto de conocimientos objetivos. No es en su calidad de sabio como el homo medicus posee autoridad dentro del asilo, sino como prudente. Si se exige la profesión médica, es como garantía jurídica y moral, no como título científico”(20). Kant o Hegel, por ejemplo, defenderán que ese papel debería estar a cargo de un filósofo, siguiendo la tradición sofística y a Platón. “El médico posee sobre el espíritu de los enfermos una influencia más grande que las de las otras personas que lo vigilan”(21), dirá, en Inglaterra, Tuke. Pinel reconoce que cura no cuando usa terapéuticas modernas sino cuando recurre a figuras de autoridad. Al enfermo se le enseñan las relaciones de sumisión, de domesticación y a veces de servidumbre que le ligan con el clínico, finalmente se le enseñan modales y como premio se le permite un trato deferencial por parte del galeno; se le invita a representaciones de actos sociales, a tomar el té, a jugar al billar con el médico... De aquí nace el poder casi milagroso con el que escandalizará Charcot.

Esta autoridad es la que encontramos en las histéricas de Charcot, en la transferencia freudiana y en las tan actuales “habilidades del terapeuta”(22) y los “principios comunes en psicoterapia”(23).

Menoría, la locura es niñez, recompensas y castigos inmediatos, “gran familia”, asilo como medio normal, el médico como padre y los otros internos como hermanos, a lo que el psicoanálisis por medio de un nuevo mito dará la forma de un destino. Como la sugestionabilidad identificada en la histérica por Charcot..., como la depresión hoy.

Mala conciencia, poder oscuro del que ya se desconoce el origen, poder que se pretende ambiguamente naturalizar en una definición de la psicología como ciencia de la naturaleza y que continúa hoy pretendiendo incluirla, en todos sus “componentes” como ciencia de la “salud”.

“Y, como consecuencia, la psicología y el conocimiento de todo lo que hay de más interior en el hombre nacen justamente de que la conciencia pública haya sido convocada como instancia universal, como forma inmediatamente válida de la razón y de la moral, para juzgar a los hombres. La interioridad psicológica ha ido constituida a partir de la exterioridad de la conciencia escandalizada”(24).

Por consiguiente arribamos a un saber psiquiátrico que se ordena como:
1. Saber que se constituye a partir y con la forma de una relación de poder.
2. Saber que vehicula valores.
3. Saber que a su vez produce poder de curación por adaptación a dichos valores.
4. Saber/poder, por último, que resitúa en la instancia individual las contradicciones del sujeto con su propia experiencia social.


VI. Los locos de sí mismos: monomanía y psicopatía

“No escondemos lo difícil que será a veces pronunciarse sobre la existencia de monomanía, y cuán peligroso sería para el orden social aplicar de una manera abusiva el principio que estamos defendiendo”.
Orfila

Acabamos de asistir a un importantísimo progreso en la constitución de la psicopatología: la locura sin delirio. Pero este avance teórico viene acompañado de una no menos relevante ganancia para el poder médico totalmente novedosa. Hasta este momento cualquiera reconoce a un loco, en el furor, en el delirio. A partir de ahora, queda reservada a los médicos la potestad de decir quién no está loco, una vez que ha dejado de cometer locuras. Con el “descubrimiento” de la monomanía se da un paso más, el médico tendrá a su cargo dilucidar quién está loco aun cuando haya tenido siempre un comportamiento irreprochable, la locura adquiere la exacta dimensión del crimen.

Cada nuevo paso en el conocimiento de la locura, devenida en psicopatología (enfermedad o trastorno) por mor de la cientificidad, lo es también en el aumento del control médico, que finalmente conducirá a la situación presente de salud y felicidad obligatorias aunque sin placeres. Del Estado de Bienestar como mecanismo de tutela, no ya voluntaria sino beatífica y agradecidamente aceptada. Los conductores piden más multas, los fumadores se alegran de las incrementadas prohibiciones, “porque así fumo menos”, los ex-alcohólicos la ley sequísima para toda la población, los gordos la emprenden contra la pastelería industrial y las hamburguesas, y, para no seguir, los viajeros se bajan encantados los pantalones en el ara de La Seguridad, cortesana cada vez más destacada de la promovida a gran diosa Hygeia.

Un segundo paso de campanillas para el saber psicopatológico y el poder médico-psiquiátrico vendrá determinado por el “descubrimiento” de la monomanía, puesto de manifiesto por la monomanía homicida(25). A mediados del siglo XIX, una ola de crímenes horrendos conmueve a Francia: infanticidios, parricidios, madres que descuartizan, cocinan y se comen a sus hijos. Crímenes quizá no ajenos al reguero de sangre al que Napoleón poco antes ha sometido a Europa y sobre todo a la propia Francia, o al recurso a la violencia para cambiar las cosas de otra forma inmutables, que se conoce y practica por tirios y troyanos desde el “ajusticiamiento” del ciudadano Capeto.

Los monomaníacos son perfectamente razonables excepto en relación a su síntoma. Los monomaníacos homicidas pueden haber llevado una vida normal, productiva, razonable, hasta que cometen un crimen monstruoso, impulsados por su manía. De este modo su vesania se reduce a su crimen, más allá del cual está cuerdo. Ante un crimen, entonces, ¿cómo saber si alguien está loco? (nadie en su “sano juicio” -recortes de la locura como opuesta a la razón que aún perviven- podría cometer un acto de esa barbarie, lo que en definitiva no deja de ser la protección de los “normales” frente a la folía, al descontrol, la existencia de una sustancia (pre)patológica en el delincuente, algo que “los demás” no “tenemos”, por tanto emerge el problema de la voluntad/la educación/la extracción social y en definitiva la biografía “física” y moral).

Orfila lo tiene claro, conoce los peligros, lo hemos visto en la cita, pero tiene la solución. Ésta reside en el médico, quien basará su juicio, quien decidirá entre la vida y la muerte, cimentado en “las luces y la probidad”. Orfila, español en París, no es en vano el padre de la psiquiatría forense. Es difícil exagerar el papel de la monomanía homicida en la consolidación de esta disciplina(26).

El psiquiatra ya no sólo puede decidir quien ha dejado de estar loco, sino, quien no habiéndolo sido nunca, lo es.

Hasta aquí nos conduce Foucault, un paso más y encontramos la psicopatía, hoy denominada trastorno antisocial de la personalidad en nuestros manuales diagnósticos (Manual Diagnóstico y Estadístico -DSM- de la Asociación Americana de Psiquiatría y Clasificación Internacional de las Enfermedades -CIE- de la OMS), establecidos por votación (¡) en la “comunidad” científica del ámbito de la psicología y la psiquiatría. Un trastorno de la personalidad no es un problema eventual, circunstancial, “explicable” por un desencadenante, como una depresión, que podemos, y a veces se diría que debemos, tener todos. Los trastornos de personalidad merecen una sección aparte, independiente del resto de trastornos clínicos y al lado del retraso mental (algo que ya “estaba”, que venía “dado en la configuración genética o el aprendizaje”...). Un trastorno de personalidad es un estilo de vida, una forma ser. Como el sujeto es.

Un trastorno de personalidad también se caracteriza entonces porque, a diferencia del deprimido, el individuo no “tiene conciencia de enfermedad”, “yo soy así” vendrá a decirnos. Pero, para la ciencia, tiene un trastorno. ¿En qué consiste? En determinada imperfección moral, determinado exceso o defecto, mensurable con las pruebas al uso, en relación a la comunidad, íbamos a decir, de creyentes.

Imperfecciones, aclara en efecto el manual, en relación a la cultura del sujeto, que en otras pueden ser rasgos valorados. Una mujer con un trastorno de la personalidad por dependencia, que no puede estar sola, que no es capaz de tomar una iniciativa, etc., puede ser el ideal de mujer de, por no mencionar otras culturas perfectamente coetáneas, digamos hace cincuenta años en la civilización occidental. Un narcisista, y hasta cierto punto un psicópata, es simplemente alguien que se ha identificado con los anuncios publicitarios que ha visto: “lo importante eres tú”. Digamos, entonces, que es una definición de “locura” que coincide con la locura, de segundo tipo, de Pascal.

Tienen un trastorno aquellas persona que son muy dependientes o muy independientes, muy dominantes o muy sumisas, muy arrogantes o muy humildes, etc. Y que, por supuesto, molestan. De hecho, a diferencia del deprimido, del ansioso, no acuden a “tratamiento” psicológico o psiquiátrico si no son obligados por alguien, a menudo su familia y, en al caso del psicópata, derivados por un procedimiento judicial.

Porque, como en el monomaníaco, la “sintomatología” del psicópata puede coincidir con el delito. Sin embargo, hay una diferencia, y precisamente de clase social. Tiene un trastorno aquel de quien se podía esperar otra cosa, es decir, alguien de buena familia. Mientras que no lo tiene alguien que no se aparta de las expectativas, un miembro de una cultura marginal, alguien pobremente socializado, que comete delitos porque no puede hacer otra cosa.

Bonito invento que no sólo da al traste con la idea de sujeto del derecho, ámbito en el que reintroduce la justicia medieval(27), estamental, caracterizando al sujeto en función de su estirpe familiar, sino con la idea misma de libertad: es libre quien está obligado, no lo es quien podía elegir.

El trastorno de personalidad es, para la psicopatología actual, y tras la controversia “académica” en los 60-70 del siglo pasado acerca de la existencia misma de la personalidad a partir precisamente de la idea de la no estabilidad y la no consistencia de la conducta(28), un trastorno con todas las de la ley, incluso jerárquicamente importante -según la forma de diagnóstico en los manuales actuales-. En ocasiones, no se puede diagnosticar una psicosis, si la alucinación y el delirio (molestos) se dan en el “ámbito” de un trastorno de la personalidad. Hasta ahora nuestros jueces, sin embargo, se niegan a considerar inimputables a los psicópatas, también hubo algunas resistencias a la monomanía. Hay, empero, indicios. Se ha considerado en España como atenuante asociado a otros así llamados “signos blandos”: epilepsia, un ligero retraso mental, etc.

Los psiquiatras, y ahora los psicólogos (en los resquicios que dejan aquéllos, amparados en el poder de la institución médica), ya no sólo deciden quién está o no loco, sino, como consecuencia, quién va o no a la cárcel. Naturalmente bajo la potestad judicial, pero a cambio de que el propio juez ha debido transmutarse en diagnosticador y terapeuta. Puede aplicar beneficios, intercambiando terapia por pena, a quienes se someten a cursos/terapias/reeducación, pero ¿si la psicopatía o el trastorno antisocial de la personalidad no atenúan la imputabilidad, por qué someterlos a terapia? Así también, se realizan cursos/terapias/reeducación para, por ejemplo, maltratadores o “violentos de género” -aún con la demostración de su escasa eficacia o, lo que en otros asuntos menos “delicados”, se llamaría ineficacia- , de forma que ¿todo delincuente tiene un trastorno? Aflora de nuevo la idea asociada a la monomanía: una persona “normal” no cometería un delito, así los “normales” dormimos tranquilos. Y así nadie tiene responsabilidad individual y si “nos pasa”, es algo que viene de fuera y que curaran los expertos(29).


VII. Trabaja
et non futues

“Las investigaciones sobre las leyes de la adaptación y del aprendizaje, sobre la relación del aprendizaje y las actitudes, sobre las condiciones de rendimiento y la productividad (ya se trate de individuos o grupos) -investigaciones inseparables de su aplicación a la selección o a la orientación- admiten, todas ellas, un postulado común: la naturaleza del hombre es ser un instrumento, su vocación ser colocado en su puesto, en su tarea”.
Canguilhem

Llega el momento de referir la segunda cita mostrada y ocultada por nuestro Foucault, de Dostoievski, con mucho mejor lugar para aprender psicología que cualquiera (o todos) los manuales de la licenciatura. Dice, de manera aproximada, que sólo enfermando al vecino, es como uno se convence de su propia salud (lo que se retomará desde la perspectiva de la psicología sistémica como el “paciente identificado” en la familia, o como lo había sido el “chivo expiatorio” o el “cabeza de turco”, o aun más propiamente pharmakós, término técnico que indica la víctima humana del sacrificio).

Axiomáticamente: no hay ningún criterio psicopatológico universal. Y ello no por una discusión, en la que ahora no podemos entrar, de si es legitimo hablar de patología mental (es decir, ni de patología ni de mental)(30). Sino porque entre los cientos de síntomas (cuyo solapamiento a la vez en las docenas de trastornos hacen de la progresiva multiplicación de éstos menos una necesidad clínica que editorial, desde el DSM al DSM-IV-TR pasando por los volúmenes añadidos de diagnóstico diferencial, libros de casos, para atención primaria...), descritos en los manuales al uso o, a fortiori, anteriores, no hay ninguno que en algún otro momento o lugar no sea considerado deseable.

Hemos hablado del delirio, de la anorexia de Teresa de Ávila (prueba irrefutable de su santidad, como en otro caso hubiera podido serlo de posesión por el enemigo), del trastorno de personalidad por dependencia o antisocial. Pero hay más, el famoso criterio “B”, del DSM, que establece que:

1. Por más florida sintomatología que presente un individuo (por más mensajes que reciba de los extraterrestres) no se puede efectuar un diagnóstico si el individuo es capaz de trabajar y no molesta a nadie
2. Este criterio, no ser capaz de trabajar sin molestar, es común a todos los trastornos que pueden ser tan distintos como estar caracterizados por sentirse triste o ver elefantes volando(31).

Nos parece que ahora sí estamos tocando la auténtica esencia de la “locura”. No creemos necesario decirlo de nuevo: la locura es un mecanismo de control de comportamientos socialmente indeseables, y ya sí parece obligado decir que nos referimos a aquellas “partes” de la sociedad con potestad de producir deseos, no de los sujetos pasibles de los mismos, del Träger que decía el viejo Marx. Y esto es así cuando la locura desaparece como sinrazón(32) para tomar las máscaras de la enfermedad mental o el trastorno psicológico.

VIII. La estupidez no se cura con pastillas y el sufrimiento no es una desviación

“Los ingenieros de las almas pronto descubrirán que está usted situado a dos sigmas de la media de adaptación”.
Raymond Borde

El repetido DSM-IV-TR, hasta aquí hemos llegado, hace gala de su “ateoricismo”. Verdad es que las decisiones sobre qué verdad incluir en los manuales se toman, como hemos dicho, por el procedimiento de votación. Lo que sería escandaloso si no supiéramos al menos desde Kuhn que la ciencia es también, y sobre todo, sus instituciones, entre ellas de quién y bajo qué circunstancias recibe el dinero y los diferentes organismos, con frecuencia unipersonales, responsables de las decisiones de qué se debe y qué no publicar. Y si ello sucede entre las ciencias más “duras”, como la física, que a base de serlo ha terminado con la realidad en el plano de la teoría y está por ver si lo consiguen en el de la práctica, excúsenos decir que se puede esperar de las “blandas”.

Si acaso debe agradecerse al no desconocido candor de los psicólogos y, en este caso, psiquiatras, el proponernos como criterio epistémico último la votación. Como hay que agradecer a Watson y Skinner su brutalidad, que aclara lo que la mayoría calla entre melifluas vocaciones humanistas o de servicio social, para mejor someterse a determinadas “partes” de esa sociedad humana.

Dice Watson: “el psicólogo, si quiere proceder científicamente, tendrá que describir la conducta del hombre en términos no diferentes de los que utilizaría para describir la conducta de un buey destinado al matadero”(33).

O formulado en términos de aprendizaje: “Dadnos una docena de niños sanos, bien formados y un mundo apropiado para criarlos, y garantizamos convertir a cualquiera de ellos, tomado al azar, en un determinado especialista, médico, abogado, artista, jefe de comercio, pordiosero o ladrón, no importando los talentos, inclinaciones, tendencias, habilidades, vocaciones y raza de sus ascendientes”(34). Nótese bien que, junto a la expresión de una ausencia de “personalidad”, se aprecia un cierto progresismo en la de un mundo apropiado, por más que para serlo debe incluir sus apropiados pordioseros y ladrones, por no hablar de abogados y otros “especialistas”.

El corolario que se extrae para el tratamiento de la insipiencia es también meridiano: “La cuestión de si habría que eliminar sin sufrimiento al insano falto de esperanza de cura, ha sido planteada reiteradas veces. No hay razones en contra excepto el sentimentalismo exagerado y los preceptos religiosos medievales”(35).

Más someramente, en términos de Skinner, que además nos ilumina sobre algunos de los misteriosos especialistas: “Controlar a la población en conjunto es cuestión que hay que dejar en manos de especialistas -policías, sacerdotes, propietarios, maestros, terapeutas, etc.- con sus reforzadores igualmente especializados y sus contingencias codificadas”(36). Conocemos exactamente de que “reforzadores” pueden servirse la policía o los sacerdotes, o, como dice piadosamente Skinner, et caetera.

El postulado que la psicología calla, a saber, que el hombre se reduce a su ser natural y que éste a su vez debe determinarse cuantitativamente, resplandece entre los conductistas, que no sólo no están acabados sino que dan preocupantes muestras de recuperación(37) ante el naufragio cada vez más evidente de la psicología cognitiva, por más que ésta intente reparar las vías de agua con trozos de psicoanálisis que no terminan de encajar, ahora remodelada en constructivismos que harían palidecer al obispo Berkeley.

La cuantificación tiene un origen reciente que todos conocemos(38) mientras que la primera reducción del hombre a pura naturaleza la practican nuestros griegos, por ejemplo Aristóteles, si bien sólo para una clase de hombres, los esclavos. Esta concepción del hombre se correspondería políticamente con el no-sujeto o sujeto privado de identidad jurídica y reducido a la mera realidad (como el judío de la Alemania nazi o el detenido de Guantánamo -ni prisionero ni acusado y por tanto sin derechos-, pero también el consumidor o el usuario no ya ciudadano), que Agambem identifica en su estado de excepción como norma (que fundamenta la anomia) de gobernanza.

Semejante sujeto no es exclusivo pues del conductismo, al que sin embargo debemos la claridad de su fórmula, y será también asumido sin problemas por la ciencia cognitiva (y la terapia cognitiva de universal eficacia independiente de la biografía) y la neurociencia (precisamente como su objeto). La idea de inconsciente cognitivo sería una especie de inconsciente colectivo o, mejor, anónimo, no individual, no personal. De hecho, la psicología cognitiva suele evitar el término inconsciente y sustituirlo por “procesamiento automático de la información”, porque, a diferencia del psicoanálisis al que vampiriza, evita los escollos de un sujeto que desea, para encontrar un sujeto programado y programable (propiamente un no sujeto). Que se pueda estudiar al hombre también en tanto que programable no se duda, igual que podemos obtener información del mismo qua trabajador en una cadena de montaje. Pensar que el hombre sólo es eso, como idéntico a no sé que realidad “biopsicosocial”, es otra cosa. Además, para la psicología cada vez es más fácil encontrar lo que ella misma ha puesto, por cuanto, en un círculo vicioso, los productos de la psicología han pasado a formar parte del sentido común. Todo el mundo sabe lo importante que es tener una buena autoestima, nadie está triste sino deprimido, etc. Y cada vez, al servicio de qué intereses es obvio, encontramos ese sujeto operante sin la falla del deseo puesto que éste deviene inmediatamente satisfecho (mecanismo que permite perpetuar un yo inercial), exactamente como en Un mundo feliz. Con una identificación compulsiva a determinados, y escasos, rasgos identitarios, o incluso a uno claramente dominante y al que cualquier otro se somete: nacionalismo, feminismo, orgullo gay, un club deportivo, una religión, son funcionalmente intercambiables.

Con tan diferentes estopas se fabrican los espantajos, en este caso el Hombre de las ciencias sociales. Veamos cómo lo formula Skinner: “la hipótesis de que el hombre no es libre es esencial para la aplicación del método científico al estudio de la conducta humana”(39).

Bien, hemos acabado con las citas, al menos de momento, si bien pudieran repetirse ad nauseam. En todo caso vienen a propósito del “ateoricismo” del DSM que consiste en describir los trastornos sin escoger entre un determinismo cultural o un determinismo opuesto y complementario por tanto, en cuanto a la explicación y al control, el biológico.

Ahí está la trampa, tanto la locura devenida “trastorno mental”, esto es, como desviación estadística, como devenida “enfermedad mental”, al situar el “problema” en el individuo (y la solución en el técnico), escamotean esa esencia de la misma que hemos querido encontrar en la exclusión “social” de determinados comportamientos. Y esto es así por más que la OMS, nada sospechosa de radicalismo, mantenida como está por los Estados, reitere que las “probabilidades” que tiene un individuo de sufrir determinado trastorno se multiplican exponencialmente en relación a las diferentes condiciones demográficas.

Y ello no sólo por cuanto la distinción entre la mente y el cuerpo está lejos de resultar obvia, podemos empezar a rastrearla por el Fedón sin entrar ahora en mayores detalles, no está desde luego en la “psicología sintomática” de Homero. O porque no haya maduración sin aprendizaje (“alimentos estimulares”) o viceversa, sino porque se escamotea la condición humana.

Condición fantasmática, simbólica, imposible de satisfacer y desde luego dependiente. Ambas formulaciones, en su recurso al aprendizaje o a la farmacología perpetúan y magnifican el sufrimiento humano precisamente por negarlo. Ese sufrimiento que antes era al menos nombrado y reconocido en la locura.

Si los grandes, epidemiológicamente al menos, cuadros psicopatológicos del “espectro” ansioso-depresivo, antes conocido por neurosis, pueden derivarse de las creencias de control del individuo, perdido entre el “tengo que controlarlo todo” del ansioso y el “no puedo hacer nada” del depresivo, no hay que ser un Calcas para adivinar que puede traer el “si quieres, puedes”, narcisista o psicopático(40), a su vez mediado por un “si sabes, quieres” ((), cognitivo o construccionista. O el interés de la industria farmacéutica, de la que por su publicidad sabemos es el mismo por la salud que por el medio ambiente, en un ejercicio de sinceridad ciertamente infrecuente en el mundo de la “comunicación”, el interés, decimos, en convertir lo que tal vez sea una reacción más o menos de circunstancias dentro de una situación vital determinada, en una enfermedad crónica vía administración subvencionada o gratuita y bajo un supuesto control médico (chantajeados, coaccionados y sobornados como están por la omnímoda industria farmacéutica) de ansiolíticos y antidepresivos.

Decía uno de los personajes de El Roto, una mujer joven: “Que no, madre. Que no tengo depresión, que lo que tengo es un trabajo de asco con un sueldo de mierda”(41). Hasta el siglo pasado una persona descontenta podía ser un revolucionario, ahora es un enfermo. ¡Mira! ahí está gulag.

NOTAS

1.Lenguaje adánico perfecto que ahora pretende recuperar la Ciencia en superación de todas las babeles.

2. Lo que puede testimoniar nuestro San Juan de Dios

3. Pero tal vez debamos aceptar que la existencia de ciertos universales culturales se constituyen por definición más allá de la naturaleza, y esto si queremos hacer equivalentes el “delirio” del chamán o el de Santa Teresa de Jesús -porque esa forma de amor se desconoce y porque se desconoce es ya locura, como el amor trovadoresco, non sancto pero devenido “platónico”, es ridículo, pero no así el sexo compulsivo, maquínico- con el de nuestros “esquizofrénicos”, en el sentido en que el incesto que puede constituir en acostarse con el tío materno pero no con el padre biológico, es equivalente al nuestro. Dicho sea de paso, si el horror al incesto es natural ¿por qué habría que prohibirlo cuando nadie nos prohíbe comer huevos podridos? Pero es cosa cultural qué sea un alimento crudo o uno podrido.

4. Mientras el propio Homero presenta como falta de cordura el empecinado comportamiento de Aquiles contra el sentido común, al rechazar el matrimonio con una hija de Agamenón que éste le ofrece, por boca de los mensajeros Fénix (hasta los poderosos dioses se aplacan con sacrificios) y Áyax (hasta el asesinato de un hermano o un hijo se restituye por un precio). Cf. Libro IX.

5. Término éste que es otro préstamo indebido que recibe la psicología ahora de la medicina, quien sin embargo posee sus propias unidades de análisis de la patología proporcionadas por la anatomía y la fisiología normales -la enfermedad no es un monstruo fisiológico sino una respuesta normal del individuo, al menos si excluimos las así llamadas sistémicas-, de las que las disciplinas “psi” carecen, sin olvidar que en “psicopatología” no se puede hacer abstracción de la “personalidad” ni del “medio” del “enfermo”; todo esto, recuerda Foucault en su Enfermedad mental y personalidad (Barcelona: Paidós, 1991) convierte en bastardo y “metapatológico” al empleo de tales préstamos médico.

6. Ya suficientemente limitada de forma positiva por delitos tipificados como calumnia, injurias, falso testimonio, perjurio, etc. Por no ocuparnos en este momento de supersticiones o censuras que reinan en lenguaje políticamente correcto.

7. Encima te preguntan para que les hagas el trabajo. Mientras escribimos esto recibimos un “mensaje” del procesador de textos (() para que les ayudemos a mejorar su producto. A este respecto hace ya unos años Iván Illich elaboró el curioso concepto de “trabajo fantasma”, o el trabajo no remunerado que tenemos que hacer para que el “mercado” funcione, lo que incluye actividades tan vetustas como las domésticas y tan novedosas como la formación permanente -acerca de cuyos efectos deletéreos sobre la subjetividad discutimos en Bembibre, J. e Higueras, L. (2005). Permanent Education and Personal Identity. Internacional Journal of Learning. 12 (2), 145-8-, los desplazamientos vinculados al trabajo –“de un lugar, donde preferiría no vivir, a un empleo que preferiría evitar”-, etc. Sin contar con que el Mercado también funciona gracias a sujetos cuyas cualidades (responsabilidad, buena fe, etc.) son por completo ajenas a las requeridas por el capitalismo fetichista (psicopatía, narcisismo, etc.).

8. Sin prejuzgar ¡por Dios! sobre la bondad personal, la sinceridad o la honradez de estos y otros profesionales. Otra muy diferente cuestión es la de quien presta estos servicios sin hacer abstracción de las estructuras y situaciones que vive el sujeto.

9. La creencia en un dios único, como garante de la verdad, explicitada por Descartes, se nos antoja una condición de posibilidad del estatuto actual de la ciencia, concretamente en su dimensión lustral expresada en el progreso. Por lo demás, conocemos la función soteriológica vinculada al futuro, ya en el hebraísmo.

10. Incómoda presencia para los evolucionistas y clave de su radical incomprensión de la naturaleza humana, esto es del hiato con la verdadera naturaleza, como discutimos con brevedad a continuación.

11. D.R.A.E.: Narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico.

12. Szasz tiene un libro con este nombre (Barcelona: Kairós, 1974) donde refuta la versión que tomando el rábano por las hojas, componente de la hortaliza que en efecto es el primero en ofrecerse a la mirada empírica, interpreta que las brujas eran histéricas. Siendo más verdad, lógica y cronológicamente, que las histéricas heredaran después todas las presiones de una mujer menorada, que de presentarse ahora recibiría entre otros un diagnóstico de trastorno de la personalidad por dependencia junto con las trascendencias de una religiosidad popular reprimida. Esta versión, que es la de la historia oficial de la psiquiatría consigue de esta manera naturalizar la (que vendrá a ser a nuestras superiores luces) enfermedad mental, probar su existencia “transhistórica y transcultural” (Szasz, p. 96) ocultando que la brujería es creada por su persecución como la enfermedad mental lo es por la psiquiatría. “Lo que se llama “enfermedad mental” (o “psicopatología”) surge como nombre dado a un tipo particular de relación entre opresor y oprimido” (id., p. 97). Contingente como la brujería.

13. Se fabrica la feminidad, como se fabrican la infancia, la locura o la delincuencia. Hasta la muerte, como sabemos, tiene su historia.

14. Esquirol, É. (2000). Sobre las pasiones consideradas como causas, síntomas y remedios de a alienación mental. Valladolid: Asociación Española de Neuropsiquiatría. (Orig. 1805), p. 49.

15. Ibidem, p. 50.

16. Ibidem, p. 50.

17. Sabemos cómo la idea de perversión o degeneración, vía eugenesia -solución que tanto debe a otro de los padres de la psicología, Galton- conduce, previa experimentación médica (resistencia a los venenos, a las bajas temperaturas, al hambre, etc.) a los hornos crematorios.

18. Pinel, recoge Foucault (2000) una cita sin referencia su Historia de la locura. Madrid: Fondo de Cultura Económica. Vol. 2, p. 275.

19. Los procedimientos utilizados hasta el momento como remedios empiezan a emplearse como castigos (duchas, charlas morales, disciplina rigurosa, trabajo obligatorio) para convertir al médico en el “dueño de la locura”.

20. Foucault, M. (2000). Historia de la locura. Madrid: Fondo de Cultura Económica. Vol. 1, p. 253.

21. Ibid. p. 254.

22. Albert Ellis passim, cuya pretensión de racionalizar las relaciones del individuo con su medio nos remiten, por otra parte, al primer encargo (prefreudiano) de la sociedad industrial a la disciplina.

23. Postulados ante la necesidad de buscar cuáles sean las causas últimas de la eficacia de los tratamientos cognitivos-conductuales, en los que se pretendía obviar esa relación terapeuta-paciente para potenciar así la eficacia de la técnica “descarnada”, para lo que se han unido los profesionales independientemente de los “paradigmas” desde los que se han acercado a esa relación “médico-paciente”, y que acaban derivando vergonzantemente del psicoanálisis y no de la investigación experimental.

24. Foucault, M. (2000). Historia de la locura. Madrid: Fondo de Cultura Económica. Vol. 2, p. 169.

25. Una vez adquirido el poder de encerrar a los que ella misma define como locos, la psiquiatría no renuncia a él, todavía encontramos en los años 70 del siglo pasado en los psiquiátricos ingleses mujeres encerradas desde los años 30 por la “locura” de haber tenido hijos ilegítimos (Lewontin, R.C., Rose, S. y Kamin, L.J. (2003). No está en los genes. Barcelona: Crítica. p. 202). Para la panpsicologización actual de la justicia y la vulneración consiguiente del sujeto del derecho (del sujeto de derechos) vid. Bembibre, J. e Higueras, L. (2006). Informes psicológicos: el sujeto doble de la Psicología y el Derecho. Internacional Journal of Clinical and Health Psychology. 6 (2), 469-80.

26. Vid. Foucault, M. (1973). Moi, Pierre Rivière ayant égorgé, ma mère, ma soeur et mon frère... París: Gallimard.

27. En el mismo sentido cabe interpretar la proliferación de tribunales especiales: de familia, de “género”.

28. Y sin personalidad no hay trastornos de la personalidad ¿ha ganado la psiquiatría a la psicología con este concepto tan poco aceptado dentro de la “ciencia psicológica”?

29. El mejor ejemplo actual de la psiquiatrización de la “delincuencia” lo encontramos en China donde los manicomios están poblados de enfermos con síntomas como “ilusiones reformistas”, “monomanía política”, “exceso religioso”, “alucinaciones reformistas” o “interés desmedido en modas extranjeras”. Vid. Jiménez, D. Manicomios para disidentes. El Mundo, 20-1-2002.

30. O si por el contrario la imagen de enfermedad responde a una metapatología que es preciso descartar por la falta de correspondencia de fenómenos y de niveles de análisis. ¿Con qué anatomía, con qué fisiología psíquicas contaría la psicología? Por otra parte, ¿qué órgano es la mente? Las “enfermedades mentales” podrán reducirse a enfermedades sólo en una sociedad que hiciera imposible la vivencia de conflicto. Una discusión de estos temas de nuevo en Foucault, Enfermedad mental y personalidad. Pero ¿cuál es el sentido de cada uno, de la propia existencia individual? o bien, ¿cuál es el sentido de la muerte? Conocemos demasiadas propuestas de respuestas, más o menos sangrientas.

31. En rigor, para el diagnóstico de cualquier trastorno se requiere que cualquier individuo moleste o presente sufrimiento subjetivo. Con ello se fundamenta la psicopatología en la conciencia fenoménica del individuo tomada a su vez como criterio de realidad. De modo que cada cual “decide” cuando tiene un trastorno. Ahora bien, típicamente, los trastornos de personalidad no cursan con tal sufrimiento subjetivo o conciencia de enfermedad, no se ha alcanzado por tanto el amor pleno al Gran Hermano que permitiría prescindir de la Policía del Pensamiento.

32. Si bien nunca del todo, paradojas del anacronismo del tiempo histórico frente a un presunto tiempo evolutivo (evolvere), como demuestra la definición de locura que hace el D.R.A.E. o el hecho de que, como hemos visto, consideremos inimputables a los locos porque no entendemos lo que piensan pero sí lo que sienten, mientras que vayan a la cárcel los psicópatas (personas con un diagnóstico de trastorno mental o del comportamiento), porque entendemos demasiado bien lo que piensan pero no lo que sienten.

33. Watson, J. (1961). El conductismo. Buenos Aires: Paidós. (Orig. 1925), p. 16.

34. Watson, J. Op. cit., pp. 108-9.

35. Watson, J. Op. cit., pp. 180-1.

36. Skinner, B.F. (1972). Más allá de la libertad y la dignidad. Barcelona: Fontanella, p. 220.

37. Por ejemplo ganando posiciones entre las revistas “de impacto” a través de la moda de una (relativamente) nueva forma de terapia, cínicamente llamada “de aceptación y compromiso”.

38. Crosby, A. W. (1998). La medida de la realidad. La cuantificación y la sociedad occidental 1250-1600. Barcelona: Crítica.

39. Skinner, B.F. (1970). Ciencia y conducta humana (Una psicología científica). Barcelona: Fontanella. p. 411.

40. Pero emplear estos términos, como hacen algunos bienintencionados sociólogos cuando denuncian los peligros de una “sociedad narcisista”, representa de hecho la descripción en términos psicológicos, y el ocultamiento por tanto, de las relaciones sociales que producen (las masas de) individuos, relaciones que desde luego éstos soportan (Marx) y reproducen voluntariamente (La Boétie) lo que no quiere decir conscientemente-, si bien de manera imperfecta.

41. El Roto (2003). El libro de los desórdenes. Barcelona: Círculo de Lectores. p. 117.

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ÍNDICE

Materia

Volverse loco no está al alcance de cualquiera.
Judit Bembibre Serrano y Lorenzo Higueras Cortés

El desequilibrio de la proporción. Mª del Coral Morales Villar y Francisco José Comino Crespo

Acercamiento a la representación plástica de la locura en Occidente. Victoria Quirosa García

Delirio y drama en Daniel Paul Schreber. Sergio Hinojosa Aguayo

Del qué al quién. Ciclotimia, celotipia y psicosis paranoide en Él de Luis Buñuel. José Luis Chacón

Varia

Un ejemplo de análisis de una obra medieval: el madrigal Fenice Fù de Jacopo da Bologna. Enrique Lacárcel Bautista

Una aproximación a la producción religiosa de Antonín Dvořák: el caso del Requiem op. 89 Enrique Lacárcel Bautista

Sobre el problema de la experiencia privada en Wittgenstein. José Eugenio Zapardiel Arteaga

Sobre la Comunidad de de la Diferencia. Sergio Hinojosa Aguayo

Freud, Habermas y la cuestión de la política. Miroslav Milovic

Algunas consideraciones iniciales sobre un crítico del 27: Luis Cernuda. Mariano Benavente Macias

Homo bulla. Notas sobre el último libro de Juan Carlos Abril. Juan José Ramírez

Glosario de (contra)psicología y guía de conversación (I). Abulia. Judit Bembibre Serrano y Lorenzo Higueras Cortés

Galería

Una semana distinta. Marta Iglesias

Lecturas y relecturas

Vespro della Beata Vergine de Claudio Monteverdi. Francisco José Comino Crespo

Al otro lado, con Milena. José Pallarés Moreno

Carta abierta a José Julio Cabanillas con motivo de La luna y el sol. María Ángeles Pérez Rubio

Aulaga de Rafael Juárez. Pablo Valdivia

Ferias de María Salgado
Mª Jesús Fuentes

El dolor de las cosas de Joaquín Rubio Tovar. Enrique Nogueras

El año de la liebre de Arto Paasilinna. José J. Cañas

Los Indomables de Filippo Tommaso Marinetti. Mamen Cuevas Rodríguez

Cuevas de Pilar Mañas. Susana Bernal Sánchez

El Personero. Portavoz y Defensor de la Comunidad Ciudadana de José Rodríguez Molina. Lorenzo Higueras Cortés

¿Qué es lo que pasa? De Agustín García Calvo. LHC

El Hospital Real de Granada. Los comienzos de la arquitectura pública de Concepción Félez Lubelza. LHC