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Ouroboros
Ouroboros
Publicación semestral - ISSN:1988-3927 - Número 2, marzo de 2008
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Divagaciones semióticas
Mirko Lampis | Descargar PDF

“State contenti, umana gente, al quia;
ché, se possuto aveste veder tutto,
mestier non era parturir Maria;
e disïar vedeste senza frutto
tai che sarebbe lor disio quetato,
ch’etternalmente è dato lor per lutto:
io dico d’Aristotile e di Plato
e di molt’altri”; e qui chinò la fronte,
e più non disse, e rimase turbato.
[Dante Alighieri, Purgatorio, III, 37-45]  


1- Introducción

La idea de trazar una historia de la semiótica (o tal vez se debería decir: la necesidad) representa sin duda una tarea fascinante y, a la vez, complicadísima. La reflexión del ser humano sobre sus propios lenguajes, es decir, sobre su manera de pensar y de comunicar con los demás, sobre su manera de estructurar el mundo, modelizar lo relevante, vivir con la otredad, nos ha acompañado a lo largo de toda nuestra historia, remontándose probablemente a los mismos orígenes del pensamiento humano, quizás a los mismos orígenes biológicos de nuestra especie, en la medida en que podemos imaginarlos.  

Por otra parte, sólo con el siglo XX, la semiótica, ya reconocida como ciencia, ha sido relacionada con una amplísima gama de fenómenos culturales y sociales (lingüísticos, estéticos, antropológicos, psicológicos, etc.), sin encontrar, sin embargo, una dimensión científica unitaria y fragmentándose en una consetalación de semióticas especializadas y de diferentes escuelas y tradiciones más o menos interconectadas.  

Claramente, no es éste el lugar adecuado para ofrecer un análisis exhaustivo del variegado panorama que ofrece la semiótica contemporánea, y tampoco lo es para intentar esbozar una historia que explique siquiera algunos elementos de ese panorama. Mi intención es, en cambio, mucho más humilde, mucho más realista: unas pocas y breves reflexiones sobre algunos hitos (y nombres) relevantes en el desarrollo de esta disciplina.  

Únicamente, espero que este artículo pueda contribuir a poner de manifiesto (siempre que a alguien se le escape la evidencia) la fuerte continuidad histórica de la reflexión (o meta-reflexión) del hombre sobre su personal manera de conocer y expresar el mundo.

Al fin y al cabo, el centro del problema se mantiene sustancialmente inalterado en el tiempo, y es de orden epistemológico: ¿qué clase de seres cognoscentes somos nosotros? o, como preguntaría G. Bateson, ¿qué clase de seres somos, nosotros, que podemos decir algo acerca de nuestro conocimiento, que incluso confiamos en él?

Se trata, en último término, de uno de los rasgos (¿defecto? ¿cualidad?) más característicos del ser humano. Nuestra presunción cognoscitiva. Y nuestro miedo a equivocarnos.


2- John Locke

2.1- Observaciones preliminares

Para empezar, dejemos de lado siglos y siglos de reflexiones y diatribas filosóficas, clásicas, medievales, escolásticas, acerca de la naturaleza de los signos (verbales, esencialmente) que los seres humanos utilizamos para conocer, comunicar, informar y compartir experiencia y conocimiento, y llegamos así, directa y arbitrariamente, a la segunda mitad del siglo XVII, momento en el que el filósofo inglés John Locke propuso el término semiotiké para designar una doctrina general de los signos.

2.2- Las palabras son signos de las ideas

En los primeros dos libros de su Essay concerning human understanding, Locke examina la peculiar condición de la mente al comienzo de la vida (la famosa tabula rasa) y los procesos a través de los cuales, a partir de la sensación y de la reflexión, se forman en ella los diferentes tipos de ideas. De aquí, en el libro III (titulado significativamente De las palabras), el filósofo pasa a ilustrar las condiciones gracias a las cuales las ideas pueden “fijarse” [1] en la mente y ser comunicadas a los demás seres humanos.

Veamos como el propio Locke expone su intención en el Compendio al ensayo que escribió para facilitar la comprensión y divulgación de su imponente obra filosófica:

Libro III. Una vez que hube considerado las ideas de que está provista la mente del hombre, cómo las alcanza y de qué clase son, pensé que no tenía nada más que hacer sino proceder a un examen ulterior de nuestra facultad intelectual, y ver qué uso hace la mente de esos materiales o instrumentos de conocimiento que hemos recogidos en el libro anterior; pero, cuando llegué a considerar un poco más de cerca la naturaleza y el modo del conocimiento humano, encontré que había mucho que tratar respecto de las proposiciones, y que las palabras, o bien por costumbre o bien por necesidad, estaban tan mezcladas con el conocimiento, que era imposible discurrir acerca de él con la claridad que uno quisiera sin decir primero algo de las palabras y del lenguaje.

Cap. 1. Las ideas que se hallan en la mente de cada hombre están tan completamente fuera de la vista de los otros, que los hombres no podrían haber tenido ninguna comunicación de sus pensamientos sin algún signo de sus ideas.

Los signos más convenientes de que son capaces los hombres, tanto por su variedad como por su rapidez, son los sonidos articulados, que llamamos palabras. Las palabras son, pues, signos de las ideas; pero, como ningún sonido articulado tiene una conexión natural con una idea, pues es meramente un sonido, las palabras son tan sólo signos por imposición voluntaria y, de forma propia e inmediata, no pueden ser más que signos de las ideas que se hallan en la mente de quien las usa. (Locke, 1999: III, 1)

Asimismo, Locke había escrito en el Ensayo:

Como el confort y progreso de la sociedad no se podían lograr sin la comunicación de los pensamientos, se hizo necesario que el hombre encontrara unos signos externos sensibles, por los que esas ideas invisibles, de las que están hechos sus pensamientos, pudieran darse a conocer a los demás hombres. [...]

Las palabras, tan bien adaptadas por naturaleza a aquel fin, llegaron a ser empleadas por los hombres para que sirvieran de signos de sus ideas; y no porque hubiese relación entre determinadas ideas y los sonidos articulados, pues en ese caso existiría un único lenguaje entre todos los hombres, sino por una imposición voluntaria, por la que una palabra se convierte, de forma arbitraria, en el signo de una idea determinada. (Locke, 1980: II, 1)

Ahora bien, las características de estos signos-palabras se desprenden con claridad del discurso del filósofo inglés:

  1. Las palabras son sonidos articulados que remiten directamente a las ideas, y sólo a las ideas, de quien las utiliza.
  2. Son signos arbitrarios, esto es, inmotivados (precisión a la que algunos siglos más tarde también recurrirá Ferdinand de Saussure).
  3. Tienen un doble uso: primero, indicar nuestros propios pensamientos y “registrarlos” en la memoria; segundo, comunicar nuestros pensamientos a los demás.
  4. Las palabras, por lo tanto, tienen carácter supraindividual, es decir, social. Aunque Locke nunca llegue a afirmarlo explícitamente, esto se infiere de la necesidad comunicacional que motiva e impulsa la semiosis:
    Los hombres aprenden nombres, y los usan en la conversación con otros hombres, tan sólo para que se les entienda, lo cual, únicamente, se logra cuando, por el uso o el consenso, el sonido que mis órganos del hablar producen provoca en la mente de quien lo escucha la idea a la que lo aplico en la mía, cuando hablo. (Locke, 1980: II, 3) [2]
  5. Todas las palabras, excepto los nombres propios, son generales, o sea remiten a ideas generales.

2.3 -Significación y comunicación

Locke repite, una y otra vez, que las palabras son exclusivamente signos arbitrarios de las ideas de quienes las emplean:

Las palabras, debido al uso prolongado y familiar, como ya se ha dicho, llegan a provocar en los hombres ciertas ideas de manera tan constante y rápida, que éstos se inclinan a suponer que existe una conexión natural entre unas y otras. Pero que sólo signifiquen las ideas particulares de los hombres, y ello por una imposición totalmente arbitraria, resulta evidente por el hecho de que con frecuencia las palabras dejan de provocar en otros (incluso en aquellos que emplean el mismo lenguaje) las mismas ideas que habíamos tomado por signos. (Locke, 1980: II, 8)

Esto significa que el lenguaje, que en cada uno refleja un personal universo de sentido, no puede ser arbitrariamente impuesto a otras personas, lo cual ejemplifica el filósofo con la siguiente anécdota:

Hasta el gran Augusto, el Señor de un poderío que gobernaba el mundo, tuvo que reconocer que era incapaz de inventar una nueva palabra latina, es decir, que no podía decretar de manera arbitraria qué sonido debería ser signo de una idea en el lenguaje común de sus súbditos. (ib.)

Más allá de la exigencia comunicativa, y del simple hecho de que las ideas, generadas a partir de un medio ambiente común y de experiencias uniformes, tienden (y sólo tienden) a uniformarse en una dada colectividad, el momento de la significación individual (el lado individual del lenguaje, diría Saussure) representa para Locke la dimensión principal de los signos-palabras. Aunque esta “supremacía” pueda acabar perjudicando, y de hecho perjudique, a la comunicación:

Cualesquiera que sean las consecuencias del uso diferente que el hombre haga de las palabras, bien con respecto a su significado general, bien respecto al sentido particular de la persona a quien las dirige, una cosa es cierta: que su significación, en el uso que se hace de ella, está limitada a sus ideas, y no pueden ser signos de ninguna otra cosa. (ib.)

Locke se detiene especialmente sobre el problema de la imperfección del lenguaje y de la ambigüedad referencial de las palabras (cap. IX), ambigüedad debida bien a causas naturales (las ideas se forman en la conciencia individual y nunca coinciden, sino por hábito cultural, y aun así de manera imperfecta, a las que se forman en las otras conciencias) bien a usos equivocados que los hombres hacen de ellas.

Como declaró uno de los seis personajes en busca de autor de Pirandello: “Cuando yo hablo, meto en mis palabras el universo de cosas que está dentro de mí. Y cuando Ud. escucha mis palabras, las entiende según su personal universo de cosas... ¡Aquí está el problema! Creemos entendernos, ¡no nos entendemos nunca!”.

Aunque, claro está, el filósofo inglés nunca llegó a formular afirmaciones tan... “post-modernas”. Para él, el uso común (la dimensión social del lenguaje) ayuda a establecer, “hasta cierto punto”, un significaco suficientemente estable para cada palabra. Sin embargo, si esto puede ser suficiente en la comunicación ordinaria, no lo es en absoluto en el caso de la comunicación filosófica, la comunicación del pensamiento exacto.

2.4- Un problema de referencia (palabras-signos e ideas-signos)

Resulta evidente que el sistema cognoscitivo propuesto por Locke prevé tres elementos funcionales distintos: 1) los objetos reales (tanto externos como internos a la conciencia); 2) las ideas que representan tales objetos; 3) las palabras, en cuanto signos sensibles de las ideas.

Ahora bien, si las palabras son sólo sonidos articulados que no tienen ninguna relación natural (motivada) con las ideas que significan, siendo simples signos convencionales de ellas, de los objetos reales tan sólo podemos decir que tienen el poder de causar las respectivas ideas que tenemos de ellos (ideas simples, en principio, inherentes a las cualidades percibidas a través de los sentidos: formas, dimensiones, colores, texturas, olores, sonidos, movimientos, etc.). Aparte de estas propiedades, nada más podemos afirmar acerca de la realidad:

Cualquier objeto inmediato, cualquier percepción que está en la mente cuando piensa es lo que llamo idea; y el poder de producir una idea en la mente, lo llamo cualidad del sujeto en el que está ese poder. Así la blancura, la frialdad, la redondez, en tanto que son sensaciones o percepciones en el entendimiento, las llamo ideas; en tanto que están en una bola de nieve, que tiene el poder de producir estas ideas en el entendimiento, las llamo cualidades. [...] Nada hay que exista en los cuerpos mismos que tenga alguna similitud con nuestras ideas. En ellos sólo hay el poder de causar tales sensaciones en nosotros, y lo que es azul, dulce o cálido, en idea, no es sino un cierto tamaño, figura y movimiento de las partes insensibles de los cuerpos mismos a los que les damos estas denominaciones. (Locke, 1999: II, 7)

Así, pues, al igual que las palabras son signos de las ideas, Locke define (pero con menos ahínco) a las ideas mismas como signos; signos, cabe suponer, de la realidad extra-lingüística, fundamentalmente incognoscible. Léase, al respecto, la siguiente cita:

Lo general y lo universal no pertenecen a la existencia real de las cosas, sino que son invenciones y criaturas del entendimiento, por él fabricadas para su propio uso, y referidas tan sólo a los signos, sean palabras o ideas. Como ya se dijo, las palabras son generales cuando se usan como signos de ideas generales, y de esta manera se pueden aplicar indiferentemente a muchas cosas particulares; y las ideas son generales cuando se forman para representar muchas cosas particulares: pero la universalidad no pertenece a las cosas mismas, todas las cuales son particulares en su existencia. (Locke, 1980: III, 11)

Hay, sin embargo, una diferencia fundamental entre las dos clases de signos. Una palabra puede ser el signo de una idea en pos de una convención comunicativa y de un hábito social. Las ideas, en cambio, son signos de aquellos mismos aspectos de la realidad que las generan, y en ellos, por lo tanto, encuentran un fundamento ineludible. Es legítimo preguntarse, pues, cómo las ideas, tanto las simples como las complejas, puedan corresponder y referirse, con buena aproximación, a una misma realidad en diferentes sujetos cognoscentes, pero esto es un problema que no encuentra cabida en la filosofía y en el tiempo de nuestro autor, poniéndose, en cambio, muy de moda al menos a partir de la época de Kant.

2.5- Una división de las ciencias

Al final de su Ensayo Locke propone una división general de las ciencias en tres clases. La primera clase es la Física, o Filosofía natural, cuya finalidad es “el conocimiento de las cosas como son en su propio ser” (1980: XXI, 2). La segunda es la Práctica, cuyo objeto es “aquello que el hombre mismo debe hacer, como un agente racional y voluntario” (1980: XXI, 1). La tercera clase

se puede llamar Σημειωτική o doctrina de los signos, y como las palabras constituyen lo más usual en ella, se le aplica también el término de Λογική, Lógica. La materia de esta ciencia estriba en considerar en la naturaleza de los signos de los que la mente hace uso para la comprensión de las cosas, o para comunicar su conocimiento a los demás. Porque como entre las cosas que la mente contempla no hay ninguna, además de ella misma, que esté presente en el entendimiento, resulta necesario que alguna otra cosa actúe como signo o representación de la cosa que considera para poder presentarse a él, y éstas son las ideas. Y como la escena de las ideas que forman los pensamientos de un hombre no se puede representar de una manera inmediata a la vista de otro, ni mantenerse en otra parte que no sea la memoria, que no es un depósito demasiado seguro, nos resulta tan necesario utilizar signos de nuestras ideas para comunicar nuestros pensamientos a los demás, y para mantenerlos almacenados para nuestro propio uso. Y los que los hombres han encontrado más convenientes y, por tanto, los que generalmente utilizan, son los sonidos articulados. Así, pues, la consideración de las ideas y de las palabras como instrumentos principales del conocimiento, forma una parte no despreciable de la contemplación de quienes intentan ver el conocimiento humano en toda su extensión. (Locke, 1980: XXI, 4)

De esto se pueden inferir algunas importantes conclusiones:

  1. Para Locke, un signo es una cosa que actúa en representación de (que está por) otra cosa.
  2. Las palabras (sonidos articulados) son los signos más “convenientes”, y, por lo tanto, los más “usuales” (pero no los únicos) que el ser humano utiliza para “registrar” los pensamientos en la memoria y para comunicarlos a los demás.
  3. Las ideas son signos que representan a las cosas en el pensamiento. Asimismo, las palabras son signos sensibles de las ideas.
  4. El lenguaje tiene valor esencialmente instrumental.


3- Ferdinand De Saussure

3.1- Observaciones preliminares

“Ya tenía la tendencia de sospechar que la mayor parte de las disputas surgen más por el significado de las palabras que por una diferencia real existente entre las cosas.” Así Locke (1980: IX, 16).

Según el filósofo inglés, como hemos visto, cuando se habla, incluso con propiedad y según el sentido más general, las palabras empleadas remiten directa y exclusivamente a las ideas del hablante, y a ninguna otra cosa, y no hay nada (ni nadie) que pueda garantizar la correcta interpretación de su significado exacto. Las palabras son instrumentos imperfectos, muchas veces remiten a ideas imprecisas y casi siempre se emplean con demasiada superficialidad.

Podemos decir, siguiendo al filósofo inglés, que los problemas de comunicación nacen sobre todo a causa de la naturaleza individual del lenguaje, naturaleza que ninguna convención social logra compensar del todo. Dicho en otros términos, los problemas de comunicación derivan esencialmente de la doble naturaleza del lenguaje (de la doble finalidad de las palabras, diría Locke): individual y social.

Hacía falta un cambio radical de perspectiva para solucionar esta antinomia, y este cambio se produjo sólo algunos siglos más tarde, con el lingüista Ferdinand de Saussure y su intento de dar una base rigurosa al estudio del lenguaje verbal humano.

3.2- La fundación de la lingüística científica

No hay quien lo dude: el lenguaje humano es un fenómeno extremadamente complejo: “es multiforme y heteróclito; a caballo en diferentes dominios, a la vez físico, fisiológico y psíquico, pertenece además al dominio individual y al dominio social” (Saussure, 1916: 51).

Una severa investigación científica acerca del lenguaje resulta, pues, prácticamente imposible. ¿Sobre cuál de sus múltiples aspectos investigar? ¿Y en detrimento de cuáles otros? ¿Cuáles son las características esenciales del lenguaje? La solución que encontró a estos problemas Ferdinand de Saussure fue, en efecto, diametralmente opuesta al planteamiento teórico de John Locke: a la relevancia de la “significación individual” del filósofo inglés el lingüista francés opuso la “regularidad social” del lenguaje (probablemente, de haber nacido en el siglo I a.C., Saussure se habría alistado entre las filas de los analogistas):

Entre todos los individuos así ligados por el lenguaje, se establecerá una especie de promedio: todos reproducirán -no exactamente, sin duda, pero sí aproximadamente- los mismos signos unidos a los mismos conceptos. [...]

Si pudiéramos abarcar la suma de las imágenes verbales almacenadas en todos los individuos, entonces toparíamos con el lazo social que constituye la lengua. Es un tesoro depositado por la práctica del habla en los sujetos que pertenecen a una misma comunidad, un sistema gramatical virtualmente existente en cada cerebro, o, más exactamente, en los cerebros de un conjunto de individuos, pues la lengua no está completa en ninguno, no existe perfectamente más que en la masa.

Al separar la lengua del habla (langue et parole), se separa a la vez: 1º, lo que es social de lo que es individual; 2º, lo que es esencial de lo que es accesorio y más o menos accidental.

La lengua no es una función del sujeto hablante, es el producto que el individuo registra pasivamente. (Saussure, 1916: 56-57)

Es precisamente la lengua, la dimensión social e hiper-codificada del lenguaje, el objeto específico de la lingüística. Sus aplicaciones individuales no pueden ni deben interesarle.

3.3- La Semiología

La propuesta de Saussure ha hecho escuela. Sin embargo, no me parece mal dedicarle, una vez más, nuestra atención:

La lengua es un sistema de signos que expresan ideas, y por eso comparable a la escritura, al alfabeto de los sordomudos, a los ritos simbólicos, a las formas de cortesía, a las señales militares, etc. Sólo que es el más importante de todos esos sistemas.

Se puede, pues, concebir una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno de la vida social. Tal ciencia sería una parte de la psicología social, y por consiguiente de la psicología general. Nosotros la llamaremos semiología (del griego semeion ‘signo’). Ella nos enseñará en qué consisten los signos y cuáles son las leyes que los gobiernan. Puesto que todavía no existe, no se puede decir qué es lo que ella será; pero tiene derecho a la existencia, y su lugar está determinado de antemano. La lingüística no es más que una parte de esta ciencia general. Las leyes que la semiología descubra serán aplicables a la lingüística, y así es como la lingüística se encontrará ligada a su dominio bien definido en el conjunto de los hechos humanos. Al psicólogo toca determinar el puesto exacto de la semiología; tarea del lingüista es definir qué es lo que hace de la lengua un sistema especial en el conjunto de los hechos semiológicos. (Saussure, 1916: 60)

No sé si en la historia del pensamiento humano, antes y después de Saussure, se ha dado el caso de una fundación científica de aspecto tan dubitativo: “puesto que todavía no existe, no se puede decir lo que ella [la semiología] será”. Efectivamente, aún hoy en día, después de casi un siglo desde la publicación del Curso de lingüística general, resulta por lo menos problemático definir lo que es la semiótica.

De todas formas, en la definición de Saussure se encuentran algunos puntos firmes:

1) la semiología estudia (estudiará) los signos en su vida social;
2) es una rama de la psicología social;
3) en cuanto ciencia general de los sistemas sígnicos, incluye a la lingüística, la ciencia que se ocupa de los signos de la lengua verbal.

Ahora bien, dadas las características que Saussure adscribe a la lengua y a los signos lingüísticos, no puede sorprender que, en su opinión, la semiología y la lingüística sean parte de la psicología social. No sólo la lengua constituye la dimensión social del lenguaje, sino que también, y sobre todo, es un sistema de signos que tienen esencialmente naturaleza mental.

Es interesante observar que ya en el Cours está presente el germen de una actitud oscilatoria que irá marcando el sucesivo desarrollo de la semiología. Por un lado, la lingüística representa simplemente una parte de la semiología; por otro, constituye una parte que reviste particular importancia: no sólo el sistema de la lengua es el más importante entre los sistemas sígnicos, sino que también, mientras que la semiología “todavía no existe” y “no se sabe lo que será”, la lingüística ya posee una larga tradición y sus propios métodos de análisis, así que no hay “nada más adecuado que la lingüística para hacer comprender la naturaleza del problema semiológico” (ib.).

Además, Saussure da explícita preferencia a los sistemas de signos arbitrarios, o sea a los sistemas que se han constituido (han sido creados) de manera convencional, y hasta llega a poner en duda la pertinencia semiológica de los sistemas sígnicos “naturales”:

En efecto, todo medio de expresión recibido de una sociedad se apoya en el principio de un hábito colectivo o, lo que viene a ser lo mismo, en la convención. […] Se puede, pues, decir que los signos enteramente arbitrarios [convencionales] son los que mejor realizan el ideal del procedimiento semiológico; por eso la lengua, el más complejo y el más extendido de los sistemas de expresión, es también el más característico de todos; en este sentido la lingüística puede erigirse en el modelo general de toda semiología, aunque la lengua no sea más que un sistema particular. (Saussure, 1916: 131)

Sólo la convención (codificación) social proporciona al sistema sígnico ese carácter semiológico indudable, objeto riguroso de la ciencia a la que aspira Saussure. Y por ello, precisamente, la lingüística se presenta frente a la semiología y las demás disciplinas semiológicas como un primus inter pares o, quizás, como un primus a secas.

3.4- La naturaleza del signo lingüístico

Según Saussure, todo signo lingüístico presenta dos “constituyentes” distintos, ambos de naturaleza psíquica y unidos por un vínculo de asociación: un concepto y una imagen acústica. Saussure los llama significado y significante del signo, respectivamente.

La definición saussureana de la noción de significado resulta, en efecto, bastante imprecisa: el concepto, la idea, de todas formas el contenido psíquico al que remite el significante. Con respecto a este último, en cambio, parece que el lingüista francés substituya a los sonidos articulados de la tradición sensista por las huellas psíquicas (mentales) de las palabras. Sin embargo, al momento de tratar de la linealidad del significante, leamos en el Cours:

Por ser de naturaleza auditiva, [el significante] se desenvuelve en el tiempo únicamente, y tiene los caracteres que toma del tiempo: a) representa una extensión y b) esa extensión es mensurable en una sola dimensión; es una línea. (Saussure, 1916: 133)

Es decir, después de haber precisado que el significante es una unidad mental, Saussure vuelve a hablar de su “naturaleza auditiva”, retornando así otra vez a la tradición del sensismo.

El signo lingüístico, además, es arbitrario, inmotivado y convencional. Más precisamente, es arbitrario el lazo que une el significante al significado. Sin embargo, existen, según Saussure, signos lingüísticos relativamente motivados. Así, por ejemplo, el término ‘veinte’ es arbitrario, “pero ‘diecinueve’ no lo es en el mismo grado, porque evoca los términos de que se compone [relación sintagmática] y otros que le están asociados [relación paradigmática], por ejemplo ‘veintinueve’ […] Lo mismo sucede con ‘peral’, que evoca la palabra simple ‘pera’, y cuyo sufijo ‘-al’ hace pensar en ‘rosal, frutal, etc.’” (219).

Esta limitación de lo arbitrario se debe a la tendencia ordenadora y reguladora del espíritu humano (del espíritu, sostiene Saussure, no de la propia lengua). Se trata, escribe el lingüista, de una “corrección parcial de un sistema naturalmente caótico” (221). Afirmación, esta última, que redimensiona un poco la actitud “analogista” de nuestro autor.

Con respecto al principio de la arbitrariedad, puede resultar interesante señalar que Saussure rechaza la palabra ‘símbolo’ para designar al signo lingüístico, y esto porque el símbolo no es, para él, totalmente arbitrario, sino que guarda “un rudimento de vínculo natural entre el significado y el significante” (131).

Además, de la arbitrariedad del signo se desprende otra importante consecuencia: si el signo es arbitrario “no conoce otra ley” que la de la tradición:

Lo arbitrario del signo nos hace comprender mejor por qué el hecho social es el único que puede crear un sistema lingüístico. La colectividad es necesaria para establecer valores cuya única razón de ser está en el uso y en el consenso generales. (Saussure, 1916: 193)

Una lengua se hereda. Es una institución social que no pertenece y no está bajo el control de ningún individuo (ni siquiera del gran Augusto, como recordaba Locke):

De hecho, ninguna sociedad conoce ni jamás ha conocido la lengua de otro modo que como un producto heredado de las generaciones precedentes y que hay que tomar tal como es. Ésta es la razón de que la cuestión del origen del lenguaje no tenga la importancia que se le atribuye generalmente. Ni siquiera es cuestión que se debe plantear; el único objeto real de la lingüística es la vida normal y regular de una lengua ya constituida. (Saussure, 1916: 136)

Todos nosotros recibimos nuestra lengua materna (y cualquier otra lengua) a través de un duro aprendizaje. Las palabras y las reglas de la lengua nos vienen dadas en el marco de nuestra sociedad, y “en todo instante la solidaridad con el pasado pone en jaque a la libertad de elegir” (139). Para nosotros, en cuanto seres sociales, el sistema de la lengua es inmutable.

Sin embargo, es evidente que con el pasar del tiempo la lengua cambia, evoluciona, y que los signos lingüísticos se alteran. Lo que Saussure afirma es que, sencillamente, esos cambio no dependen del individuo (aunque puedan proceder de él), sino del desarrollo histórico y social de la lengua. Y que lo que cambia, sean cuales fuesen los motivos de la alteración, es siempre la relación entre el significado y el significante.

Este desplazamiento (paulatino pero constante) es otra consecuencia de la arbitrariedad del signo: no existe ningún lazo (ni ninguna autoridad) tan fuerte como para “congelar” la relación más bien fluida (social) de los significantes y sus significados. Aunque inmutable en el plano diacrónico, el signo lingüístico muda diacrónicamente.    
 
3.5- El valor y el sistema

Saussure profundiza aún más la relación, el vínculo que une significante y significado introduciendo el concepto de valor. La afirmación según la cual “la lengua es un sistema en donde todos los términos son solidarios y donde el valor de cada uno no resulta más que de la presencia simultánea de los otros” (195) significa, lisa y llanamente, que un signo lingüístico puede reenviar a algo no sólo en virtud de la unión entre un significado y un significante, sino también del valor que el signo dado adquiere en relación con los demás elementos del sistema lingüístico:

Sinónimos como recelar, temer, tener miedo, no tienen valor propio más que por su oposición; si recelar no existiera, todo su contenido iría a sus concurrentes. [...] Así, el valor de todo término está determinado por lo que lo rodea. (Saussure, 1916: 197)

Las oposiciones semánticas funcionan también a nivel sintáctico y fonético. El plural de una lengua que tiene sólo dos números, singular y plural, no tiene el mismo valor que el plural de una lengua, como el árabe, que tiene tres números, singular, dual y plural. Asimismo, en francés no importa como se pronuncie una ‘r’, con tal de que se reconozca como ‘r’, y los signos gráficos ‘t’, ‘t’ y ‘t’ tienen el mismísimo valor, un valor distintivo respecto, pongamos, al de una ‘s’. El valor de un signo, pues, depende de la diferencia significativa del mismo respecto a los otros signos del sistema:

Todo lo precedente viene a decir que en la lengua no hay más que diferencias. [...] Lo que de idea o de materia fónica hay en un signo importa menos que lo que hay a su alrededor en los otros signos. [...] Un sistema lingüístico es una serie de diferencias de sonidos combinados con una serie de diferencias de ideas; pero este enfrentamiento de cierto número de signos acústicos con otros tantos cortes hechos en el pensamiento engendra un sistema de valores; y este sistema es lo que constituye el lazo efectivo entre los elementos fónicos y psíquicos en el interior de cada signo. (Saussure, 1916: 203)

Es la estructura global del sistema lo que otorga a cada uno de sus elementos un determinado valor, una determinada relevancia, y el cambio de los elementos individuales, tanto en el plano del significado como en el del significante, en todo momento es determinado por (y al mismo tiempo co-determina) las dinámicas de cambio del sistema entero.


4- Charles Sanders Peirce

4.1- Observaciones preliminares

Más o menos en los mismos años en los que Saussure venía proponiendo la semiología como ciencia general de los signos, otro pensador, contemporánea e independientemente, intentaba establecer los principios y elementos de una nueva teoría sígnica fundamentada sobre bases lógicas y filosóficas. Hablo, naturalmente, del filósofo norteamericano C. S. Peirce (1987), quien acudió al término semiótica para designar el estudio de los signos y de la semiosis.

4.2- Primeridad, Segundidad, Terceridad

Son las categorías lógicas fundamentales del sistema filosófico (semiótico) de Peirce. Y no son de fácil definición.

Primeridad (firstness):

  1. La Primeridad es el modo de ser que consiste en que un sujeto es definidamente lo que es, al margen de cualquier otra cosa. Eso sólo puede ser una posibilidad. (1.25)
  2. La idea de Primero predomina en las ideas de frescura, vida, libertad. Lo libre es aquello que no tiene nada detrás de sí que determine sus acciones. (1.302)
  3. Primeridad es el modo de ser de aquello que es tal como es, positivamente y sin referencia a ninguna otra cosa (carta a L. Welby, 12 oct. 1904).
  4. Las cualidades de la Primeridad son cualidades del sentir, es decir, meras apariencias. (ib.)
  5. Una persona simple [es decir, no un filósofo] pensará en la dureza como en una posibilidad positiva simple, cuya realización hace que un cuerpo sea pedernal. Esa idea de la dureza es una idea de Primeridad. La imprensión total no analizada que produce cualquier multiplicidad no pensada como hecho real, sino simplemente como una cualidad, es una Primeridad. (ib.)

Segundidad (secondness):

  1. Tenemos una conciencia bilateral de esfuerzo y resistencia, lo cual me parece acercarse de una manera admisible a una sensación pura de la realidad. En su conjunto, estimo que en este caso se trata de un modo de ser de un objeto que consiste en cómo es un segundo objeto. Lo designo como Segundidad. (1.24)
  2. Segundidad es el modo de ser de aquello que es tal como es, con respecto a una segunda cosa, pero con exclusión de toda tercera. (carta a L. Welby ,12 oct. 1904)
  3. El tipo de una idea de Segundidad es la experiencia del esfuerzo, prescindiendo de la idea de una intencionalidad. (ib.)
  4. En términos generales, la Segundidad genuina consiste en que una cosa actúe sobre la otra: la acción bruta. Digo bruta porque en la medida en que aparece la idea de cualquier ley o razón, se presenta la Terceridad (ib.)

Terceridad (thirdness):

  1. Es difícil que transcurran cinco minutos de nuestra vida en vigilia sin que efectuemos algún tipo de predicción [...] Si la predicción tiene tendencia a ser cumplida, debe ocurrir que los eventos futuros tienden a adaptarse a una regla general. [...] Este modo de ser, que consiste -recuerden mis palabras, si les parece bien- en el hecho de que los hechos de la Segundidad asumirán un carácter general, lo llamo Terceridad. (1.26)
  2. Terceridad es el modo de ser de aquello que es tal como es, al relacionar una segunda cosa y una tercera entre sí. (carta a L. Welby, 12oct. 1904)
  3. Llego ahora a la Terceridad. Después de haber examinado el tema durante cuarenta años desde todos los puntos de vista que pude descubrir, para mí es tan evidente que la Segundidad es inadecuada para abarcar todo lo que está en nuestras mentes que apenas sé como empezar a persuadir a cualquier persona que ya no esté convencida de ello. [...] Si usted considera cualquier relación triádica ordinaria, encontrará siempre en la misma un elemento mental. La acción bruta es Segundidad, y cualquier aspecto mental implica la Terceridad. (ib.)
  4. En su forma genuina, la Terceridad es la relación triádica existente entre un signo, su objeto y el pensamiento interpretante, que es en sí mismo un signo, considerada dicha relación triádica como el modo de ser de un signo. Un signo media entre el signo interpretante y su objeto. (ib.)
  5. Un Tercero es algo que pone un Primero en relación con un Segundo. Un signo es una especie de Tercero. (ib.)

En resumidas cuentas, la Primeridad es el modo de ser (modo ontológico) de la sensación pura (aunque una sensación pura sea una mera abstracción), de la cualidad desprendida de cualquier existente real, la cualidad “simple y sin partes”.

La Segundidad es el modo de ser (modo factual) de la realidad [3], nace de la conciencia de la lucha (esfuerzo y reacción), o sea de la conciencia de lo otro [4], el descubrimiento de un “no-yo” que se opone al “yo”.

La Terceridad, finalmente, es el modo de ser (modo semiótico) de la ley, de lo general, de las correspondencias o asociaciones ciertas sobre las que fundamentamos nuestro pensamiento.

4.3- El Representamen, El Interpretante, El Objeto

Si no resulta fácil centrar los conceptos de Primeridad, Segundidad y Terceridad tal como se nos presentan en la obra de Peirce, tampoco es fácil aclarar lo que el filósofo entiende cuando habla de signos (tenía razón Locke, en fin, el lenguaje humano resulta poco adecuado para la comunicación filosófica). Véamos algunas definiciones:

  1. Un signo o representamen es algo que representa algo para alguien en algún aspecto o carácter. Se dirige a alguien, es decir, crea en la mente de esa persona un signo equivalente, o quizás aun, más desarrollado. A este signo creado, yo lo llamo el Interpretante del primer signo. El signo está en lugar de algo, su Objeto. Representa este Objeto no en todos sus aspectos, pero con referencia a una idea que he llamado a veces el Fundamento del representamen. (2.228)
  2. Un signo es un objeto que, por una parte, está en relación con su objeto y, por la otra, con un interpretante, de tal modo que pone el interpretante en una relación con el objeto que corresponde a su propia relación con dicho objeto. (carta a L. Welby, 12 oct. 1904)
  3. Defino al Signo como algo que es determinado en su calidad de tal por otra cosa, llamada su Objeto, de modo tal que determina un efecto sobre una persona, efecto que llamo su Interpretante; vale decir que este último es determinado por el Signo de forma mediata. Mi inserción del giro “sobre una persona” es una forma de dádiva para el Cancerbero, porque he perdido las esperanzas de que se entienda mi concepción más amplia de la cuestión. (carta a L. Welby, 19 dic. 1908)
  4. Un REPRESENTAMEN es un sujeto de una relación triádica CON un segundo, llamado su OBJETO, siendo esta relación triádica PARA un tercero, llamado su INTERPRETANTE, tal que el REPRESENTAMEN determina que su interpretante se encuentra en la misma relación triádica con el mismo objeto para algún interpretante. (1.541)

Ahora bien, de las definiciones -1- y -4- (o de la ofrecida en 2.274) se podría inferir que los términos ‘signo’ y ‘representamen’ son, para Peirce, sustancialmente equivalentes. Sin embargo, aunque su actitud al respecto no siempre sea coherente, Peirce con frecuencia señala que las dos nociones no tienen exactamente el mismo significado. Veamos la definición que él mismo da del verbo representar:

Estar en lugar de, es decir, encontrarse en relación tal con otro, que para ciertos fines es tratado por alguna mente como si fuera ese otro. [...]

Cuando se desea distinguir entre lo que representa y el acto o relación de representar, lo primero puede ser denominado “representamen” y la segunda la “representación”. (2.273)

El representamen es “lo que representa”, lo que está en lugar de su objeto y determina (o puede determinar) uno o más interpretantes:

Uso estas dos palabras, signo y representamen, de modo diferente. Por signo entiendo todo lo que transmite, de cualquier manera, cualquier noción definida de un Objeto, pues tales transmisores del pensamiento [los signos] nos son familiares. Comienzo con esta idea familiar [el signo] y realizo el mejor análisis que puedo de aquello que es esencial para un signo, y defino un representamen como cualquier cosa a la cual se aplique este análisis. […] En especial, todos los signos transmiten ideas a las mentes humanas, pero no conozco motivo por el cual todo representamen debería hacerlo. (1.540)

Es una distinción sutil: el representamen “representa” el aspecto esencial del signo, esto es, su capacidad significativa, capacidad independiente del hecho de que el signo transmita concretamente a alguien (una “mente humana”) alguna información. Podemos incluso hablar de potencialidad significativa del signo:

Es decir: si bien ningún Representamen funciona efectivamente como tal hasta que determine efectivamente a un Interpretante, sin embargo, se convierte en un Representamen no bien es capaz de hacer esto; y su Cualidad Representativa no depende necesariamente de que haya determinado efectivamente alguna vez a un Interpretante ni de que haya tenido efectivamente nunca un Objeto. (2.275)

Un signo puede ser empleado en un concreto proceso comunicativo o cognoscitivo sólo en cuanto “encierra” un representamen, sólo en cuanto puede representar, y por ende significar, alguna otra cosa. Volvemos aquí, en efecto, al axioma fundamental de la semiótica de Peirce (y de Eco): por debajo de todo proceso de transmisión de información se halla necesariamente un sistema de significación (pero no a la inversa). Si algo no significa, si algo no puede significar, tampoco puede informar.

Pasemos ahora a analizar más detenidamente otro aspecto fundamental de la semiosis: el interpretante.

No cabe duda, al respecto, de que este interpretante es para Peirce otro signo, efecto del primero, y no el intérprete humano del signo. Según Peirce, existen tres clases de interpretante:

  1. el Interpretante Dinámico, o sea el efecto “del Signo sobre la mente de un individuo, o sobre las mentes de varios individuos reales, por acción independiente sobre cada uno de ellos” (carta a L. Welby, 14 mar. 1909). El Interpretante Dinámico actúa en cada acto de representación (significación): es el signo producido en alguna mente por el representamen;
  2. el Interpretante Inmediato, o sea “el efecto que se calcula que el Signo ha de producir, o que se espera naturalmente que produzca” (ib.). “El Interpretante Inmediato está implícito en el hecho de que cada Signo debe tener su Interpretabilidad peculiar antes de obtener un intérprete” (ib.);
  3. el Interpretante Final, o sea “el efecto que el Signo produciría sobre cualquier mente sobre la cual las circunstancias permitirían que pudiera ejercer su efecto pleno” (ib.), el grado máximo de información que el signo puede transmitir.

Es precisamente gracias al interpretante que el signo puede cumplir con su función: “volver eficientes las relaciones ineficientes; no ponerlas en acción, sino establecer un hábito o una regla general según los cuales actuarán cuando llegue la ocasión” (carta a L. Welby, 12 oct. 1904).

Para Peirce, como para Locke, todo nuestro pensamiento y conocimiento se da por signos. Es el interpretante, o mejor dicho, la serie de los interpretantes, lo que determina la continuidad de nuestros procesos mentales (y de los procesos culturales), una continuidad en la que todo pensamiento es un signo que viene de y se dirige hacia otros signos:

Signo: cualquier cosa que determina alguna otra (su interpretante) para que se refiera a un objeto al cual él mismo se refiere (su objeto); de la misma manera el interpretante se convierte a su vez en signo, y así ad infinitum. (2.303)

El interpretante es tan sólo otra representación a la cual se entrega la antorcha de la verdad, y en calidad de representación tiene a su vez su interpretante. He aquí otra serie infinita. (1.339)

El signo y su explicación [su interpretante] constituyen, en conjunto, otro signo, y como la explicación será otro signo, requerirá, probablemente, una explicación adicional […]. (2. 230)

U. Eco (1988: 2.7.1) define esta concatenación de interpretantes como semiosis ilimitada, un proceso en el que los signos y las unidades culturales que éstos vehiculizan se definen y reenvían continua y recursivamente, un proceso que Eco relaciona directamente con el “campo semántico en su totalidad como estructura que conecta los signos entre sí”.

La semiosis ilimitada, además, no funciona sólo hacia “adelante”, sino también hacia “atrás”. Es decir, si el interpretante llega a ser el signo de una semiosis sucesiva, el objeto puede ser el signo de una semiosis precedente:

El objeto de la representación sólo puede ser una representación de la cual el interpretante es la primera representación. Pero se puede pensar que una serie interminable de representaciones, cada una de las cuales representa a la anterior, requiere un objeto absoluto como sin límite. (1.339)

Así como el interpretante puede dividirse en el interpretante tal como es representado (int. inmediato), tal como se produce (int. dinámico) y tal como debería producirse (int. final), el objeto puede dividirse en Objeto Dinámico (el objeto en sí mismo) y Objeto Inmediato (el Objeto tal como es representado) (carta a L. Welby, 12 oct. 1904). Mientras que el primero constituye el referente real, del cual el signo no puede dar conocimiento, en cuanto “puede solamente representar al objeto o aludir a él” (2.231), el segundo ya es parte integrante de la representación, y puede ser el signo de una representación anterior.  

4.4- ¿Lógica o Semiótica?

Ya hemos visto que en Locke (1980: XXI, 4), puesto que las palabras son los signos más frecuentes e importantes, la semiótica también recibe el nombre de lógica. Ahora bien, en la obra de Peirce encontramos el mismo doblete terminológico, motivado además de la misma manera:

Al desarrollarse todo pensamiento por medio de signos [5], se puede considerar la Lógica como la ciencia de las leyes generales de los signos. (1.191)

La Lógica es la ciencia de las leyes generales de los Signos y especialmente de los Símbolos. (2.93)

Empleo el término “Lógica” de una manera no científica, en dos sentidos distintos. En su sentido más estrecho, es la ciencia de las condiciones necesarias para alcanzar la verdad. En su sentido más amplio, es la ciencia de las leyes necesaria del pensamiento o, aún mejor (pues el pensamiento se lleva a cabo siempre por medio de signos), es una semiótica general, que trata no sólo de la verdad, sino también de las condiciones generales de los signos como tales. (1.444)

La Lógica, en su sentido general, es sólo otro nombre de la Semiótica, la doctrina cuasi necesaria y formal de los signos. (2.227)

Peirce parece utilizar los dos términos como sinónimos. Sin embargo, de algunos pasajes se puede inferir que mientras la semiótica es para él la teoría general de los signos, la lógica se ocupa esencialmente de los símbolos, y, por lo tanto, constituye una parte especializada de la semiótica (carta a L. Welby, 13 dic. 1908).

4.5- Una taxonomía de los signos

Es probablemente la parte más conocida y comentada de la obra de Peirce: su clasificación de los diferentes tipos de signo.

Ahora bien, se pueden dividir los signos conforme a su propia naturaleza material, a sus relaciones con sus objetos y a sus relaciones con sus interpretantes.

Tal como es en sí mismo, un signo tiene la naturaleza de una apariencia, en cuyo caso lo llamo un cualisigno; o bien es un objeto o evento individual, y entonces lo denomino un sinsigno (siendo la sílaba “sin” la primera de semen, simul, singular, etc.); o bien tiene la naturaleza de un tipo general, en cuyo caso lo designo como legisigno.

[…] una “palabra” es un legisigno. Pero cuando decimos que una página de un libro tiene 250 “palabras”, de las cuales 20 son “el”, la “palabra” es un sinsigno. A un sinsigno que incluye de esta manera un legisigno lo denomino “réplica” del legisigno. […]

En cuanto a sus relaciones con sus objetos dinámicos, divido los signos en Iconos, Índices y Símbolos (división que propuse en 1867). Defino un Icono como un signo determinado por su objeto dinámico en virtud de su propia naturaleza interna. […] Defino un Índice como un signo determinado por su objeto dinámico en virtud de estar en una relación real con éste. […] Defino un Símbolo como un signo determinado por su objeto dinámico sólo en el sentido de que así se lo interpretará. De este modo, depende de una convención, un hábito o una disposición natural de su interpretante […]. Todo Símbolo es necesariamente un legisigno, pues resulta inexacto denominar a un símbolo una réplica de un legisigno. […]

En cuanto a su relación con su interpretante significado, un signo es un Rhema, un Dicente o un Argumento, lo cual corresponde a la antigua división entre Término, Proposición y Argumento, modificada de tal modo que sea aplicable a los signos en forma general. Un término es simplemente un nombre correspondiente a una clase o nombre propio. […] Defino un argumento como un signo que es representado [en] su interpretante significado no como un Signo del interpretante (la conclusión), sino como si fuera un Signo del interpretante o tal vez como si fuera un Signo del estado del universo al cual se refiere, en el cual se dan por supuestas las premisas. Defino un dicente como un signo representado en su interpretante significado como si estuviera en una Relación Real con su Objeto. (Carta a L. Welby, 12 oct. 1904)

Esta es la clasificación principal. Resumámosla en la siguiente tabla sinóptica:

PRIMERIDAD
(cualidad)

SEGUNDIDAD
(existente individual)

TERCERIDAD
(ley general)

REPRESENTAMEN

cualisigno

Sinsigno

legisigno

OBJETO

icono

Índice

símbolo

INTERPRETANTE

rhema

Dicisigno

argumento

Este esquema, en un principio relativamente simple, se complica notablemente porque cada clase de signos tiene sus propias subclases, y también porque los signos a menudo pertenecen a diferentes clases a la vez:

Un Sinsigno Icónico (por ejemplo, un diagrama individual) es cualquier objeto de experiencia, en la medida en que alguna cualidad suya hace que determine la idea de un objeto. (2.254)

Un Sinsigno Dicente (por ejemplo, una veleta) es cualquier objeto de experiencia directa, en la medida en que es un signo y, en cuanto tal, brinda información respecto de su Objeto. Esto sólo lo puede hacer por ser afectado realmente por su objeto; de manera que es necesariamente un Índice. (2.257)

Un Legisigno Rhemático Indexial (por ejemplo, un pronombre demostrativo) es cualquier tipo o ley general, cualquiera sea la manera en que haya sido establecida, que requiere que cada instancia de ella sea afectada realmente por su Objeto, de manera que no haga sino atraer la atención sobre su Objeto. (2.258)

Un Símbolo Rhemático o Rhema Simbólico (por ejemplo, un sustantivo común) es un signo conectado con su Objeto mediante una asociación de ideas generales, de manera tal que su Réplica suscite en la mente una imagen, la cual imagen, debido a ciertos hábitos o disposiciones de esa mente, tiende a producir un concepto general. (2.261)

De todas formas, el mismo Peirce admite que:

Es un complejo problema decir a qué clase de signos pertenece uno dado, pues hay que considerar todas las circunstancias del caso. Pero rara vez es preciso ser muy exacto, ya que si uno no ubica con precisión el signo, fácilmente llegará suficientemente cerca de su carácter como para satisfacer cualquier objetivo ordinario de la lógica. (2.265)

En lo que se refiere a las sub-clases de signos, veamos tan sólo dos ejemplos.

Un icono (una de las categorías más productivas de Peirce, y hoy en día una de la más criticadas) es un representamen que remite a su objeto (existente o menos) en virtud de una similitud (motivada o convencional). Según Peirce los signos icónicos

pueden ser divididos aproximadamente de acuerdo al modo de la Primeridad del que participan. Los que participan de cualidades simples o Primera Primeridad son imágenes; los que representan las relaciones, principalmente diádicas o consideradas tales, de las partes de una cosa mediante relaciones análogas en sus propias partes, son diagramas; los que representan el carácter representativo de un representamen mediante la representación de un paralelismo en alguna otra cosa son metáforas. (2.277)

Un argumento “es un Signo que, para su Interpretante, es un Signo de ley” (2.252). Peirce divide los argumentos en Deducciones, Inducciones y Abducciones. La Deducción y la Inducción corresponden sustancialmente a las viejas categorías escolásticas y kantianas. La Abducción es, en cambio, una hipótesis, una inferencia interpretativa no totalmente justificada, incluso atrevida, y es fundamental para el desarrollo de la ciencia y del conocimiento tout-court. Sin ella, de hecho, nadie consideraría posible empezar un razonamiento y llegar a alguna conclusión válida partiendo de premisas inciertas o ambiguas (deducción) o de datos aún incompletos, parciales o contradictorios (inducción). Por consiguiente, ya que en la vida real las premisas suelen ser falibles, y los datos inciertos, sin abducción no habría ningún tipo de progreso, y el pensamiento quedaría estancado:

Una Abducción es un método para formar una predicción general sin ninguna seguridad positiva de que tendrá éxito, tanto en el caso especial como de manera usual, y su justificación es que es la única esperanza posible de regular nuestra conducta futura de manera racional, y que la Inducción a partir de la experiencia pasada nos proporciona una firme esperanza que será exitosa en el futuro. (2.270)

Por último, se me permitan algunas observaciones acerca de la categoría de los Símbolos.

Como hemos visto, Saussure consideraba que el significante de un símbolo, de alguna manera, se encuentra motivado por su significado, y, por ello, el lingüista excluía a los símbolos del análisis semiológico. Al contrario, en opinión de Peirce, el rasgo de la arbitrariedad (convencionalidad) constituye precisamente la condición normal de funcionamiento de los símbolos:

La palabra Símbolo tiene tantos significados que sería una injuria añadirle uno más. Yo no creo que la significación que le adscribo -la de ser un signo convencional o un signo dependiente de un hábito (adquirido o innato)- sea tanto un nuevo significado como un retorno al significado originario. Etimológicamente, debería significar una cosa lanzada conjuntamente […] los griegos empleaban el “lanzar conjuntamente” con mucha frecuencia para significar el establecimiento de un una convención o contrato. Aristóteles llama a un nombre (sustantivo) “símbolo”, es decir, un nombre convencional. (2.297)

En suma (y siguiendo la vieja máxima repetita iuvant), un símbolo es:

Un Signo que se constituye en signo meramente o principalmente por el hecho de ser usado y comprendido como tal, tanto si el hábito es natural como si es convencional, y sin considerar los motivos que originariamente determinaron su selección. (2.307)

Al parecer, para Peirce, la convención, o el hábito, que fundamenta el empleo del símbolo puede ser tanto inmotivada (“convencional”) como motivada (“natural”). De todas formas, no importan en absoluto los motivos que originaron la convención: el momento de la producción del Símbolo (y en este caso Peirce coincide con Saussure) es del todo indiferente, con tal de que el Símbolo funcione y produzca sus interpretantes.


5- Jan Mukařovsky

5.1- Observaciones preliminares

En su artículo Acerca de la semiosfera escribe Iuri M. Lotman:

La semiótica actual está viviendo un proceso de revisión de algunos conceptos básicos. Es de todos sabido que en los orígenes de la semiótica se hallan dos tradiciones científicas. Una de ellas se remonta a Peirce y Morris y parte del concepto de signo como elemento primario de todo sistema semiótico. La segunda se basa en la tesis de Saussure y de la Escuela de Praga y toma como fundamento la antinomia entre lengua y habla (el texto). (Lotman, 1995: 1)

Es interesante el hecho de que Lotman reúna la semiótica lingüística (semiología) de Saussure y el estructuralismo del Círculo de Praga bajo el común denominador de la distinción entre lengua y habla. Puede que existan, después de todo, herencias saussureanas más evidentes entre los estructuralistas checos: la noción de signo, de sistema sígnico, de valor, de sintagmática y paradigmática, etc. Aun así, la observación de Lotman, como suele ocurrir tratándose de este autor, resulta particularmente acertada.

Limitándonos a la obra de Jan Mukařovsky, junto a Roman Jakobson el representante más destacado del Círculo, es evidente que la concepción del arte como hecho semiótico, y de la obra de arte como una particular clase de signo (un signo estético), parte de una operación teórica semejante a la de Saussure: separar en el hecho artístico lo que es individual y accidental de lo que es supraindividual, lo que tiene dimensión social.

5.2- La obra de arte como signo

Según Mukařovsky, “la obra de arte es al mismo tiempo signo, estructura y valor” (Mukařovsky, 1971: 28). Es signo en cuanto “destinada a mediar entre su creador y la colectividad”, estructura en cuanto conjunto organizado (y jerarquizado) de elementos, y valor porque es parte de un sistema dinámico y jerarquizado (el sistema del arte).

Concentrémonos en la dimensión sígnica de la obra de arte:

El signo según la definición más corriente es una realidad sensible, que se relaciona a otra realidad, que le debe reproducir. En consecuencia, nos vemos forzados a plantearnos la cuestión de cuál es esta realidad sustituida por la obra de arte. Podríamos darnos por satisfechos con la observación de que una obra de arte es un signo autónomo caracterizado únicamente por el hecho de servir como mediador entre los miembros de una misma colectividad. (Mukařovsky, 1971: 31)

Sin embargo, a pesar de ser un signo autónomo, la obra de arte, en cuanto signo, debe remitir a algo: este algo es, para nuestro autor, “el contexto total de los llamados fenómenos sociales. […] Por este motivo el arte es capaz de caracterizar y representar una “época” determinada mejor que cualquier otro fenómeno social” (ib.). Cabe precisar que la obra de arte no se puede reducir a un testimonio inmediato ni a un reflejo pasivo del contexto social. Su valor documental es siempre relativo, siendo su dimensión principal la estética.

En los términos de la conocida teoría estructuralista de la comunicación, la función poética del objeto estético, que remite a la propia estructura significativa del mensaje, puede ser acompañada por otras funciones: la referencial, la expresiva, la conativa o incluso la metalingüística:

De momento dejamos a un lado el difícil problema de la presencia latente o de la completa ausencia del elemento comunicativo en la música y en la arquitectura, a pesar de que en este punto también nos inclinamos a ver en estas artes un elemento comunicativo sutilmente distribuido; […] Centremos nuestra atención en aquellas artes cuya eficacia como signo comunicativo está fuera de toda duda. Estas son las artes en las cuales hay un sujeto (tema, contenido) y en las que el tema, el asunto parece operar desde el primer momento como significado comunicativo de la obra. En realidad todo componente de la obra de arte -con inclusión del “más formal”- contiene un valor comunicativo específico, que es independiente del asunto (sujeto). Los colores, las líneas, por ejemplo, de un cuadro significan “algo”, aunque carezca del asunto correspondiente -compárense la pintura “absoluta” de Kandinsky o las obras de determinados pintores surrealistas-. Justamente en este carácter semiológico potencial de los elementos “formales” estriba la fuerza comunicativa del arte “sin tema”. (Mukařovsky, 1971: 33)

Llegamos a un punto fundamental de la estética estructural del autor checo: en la obra de arte todo elemento de la estructura es portador de valores semánticos.

Ya se ha insinuado que cada elemento de una obra de arte es portador de un significado parcial determinado. La suma de estos significados parciales, que se agrupan progresivamente en unidades superiores, es la obra como complejo total de significados. El carácter sígnico y significativo de la obra de arte en sus partes y en su totalidad se revela de un modo especial en las llamadas artes temporales, es decir, en las artes cuya percepción está ligada a un transcurso temporal. (Mukařovsky, 1971: 62)

Cabe recordar, además, que en el signo artístico no sólo se produce una semantización total de los elementos y de la estructura (frente a la cual decae la “clásica” distinción entre forma y contenido), sino que también se produce una acumulación semántica en el tiempo (el “gran tiempo” del que hablaba Bajtín): en la obra de arte, en otros términos, se “estratifican” y “acumulan” las diferentes interpretaciones (los diferentes interpretantes).

En lo que se refiere al doble aspecto semiótico de la obra de arte, el autónomo y el comunicativo (particularmente evidente este último en las artes “temáticas”), es preciso señalar que, aunque el significado se “difumine” por todo el objeto estético, podemos contar con un portador privilegiado de la información que aflora como catalizador de la fuerza comunicativa dispersa de los demás elementos:

Este portador es el tema de la obra. La relación a la cosa designada apunta como en todo signo comunicativo a una existencia distinta -acontecimiento, forma, cosa, cosa, etc.-. Con esta propiedad la obra de arte se aproxima un tanto al signo puramente comunicativo. Sin embargo, la relación entre la obra de arte y la cosa designada no posee un valor existencial. (Mukařovsky, 1971: 37)

La diferencia entre la función comunicativa en el signo artístico y en el signo meramente comunicativo estriba en que en el primero dicha función no tiene valor existencial. Creo que se debe dar a esta expresión, “valor existencial”, un contenido “pragmático”: la obra de arte, en cuanto signo estético, no tiene ninguna finalidad inmediata o intención hacia la realidad, y los propios elementos referenciales cobran sentido sólo a partir de la estructura interna de la obra. En otros términos, la falta de una referencia directa y los diferentes grados en la escala “realidad-ficción” operan en la obra de arte como factores de su estructura.

De todas formas, y a pesar de las dificultades que engendra esta doble función del signo estético, a la vez autónoma y comunicativa, Mukařovsky señala la importancia que tienen, con respecto a la evolución de las artes, “las permanentes oscilaciones pendulares de la relación con la realidad” que tal antinomia engendra.
                  
5.3- Artefacto y Objeto Estético

La distinción entre obra material y objeto estético representa uno de los puntos teóricos más interesantes de la estética estructuralista de Mukařovsky:

La obra de arte posee el carácter de un signo. No puede identificarse ni con el estadio individual de su creador, ni con el de un sujeto que percibe la obra, ni con lo que llamamos obra material. Existe como “objeto estético” cuyo lugar se encuentra en la conciencia de toda la colectividad. Frente a este objeto inmaterial la obra material, sensiblemente perceptible, sólo es un símbolo externo. Los estados individuales de conciencia representan el objeto estético solamente en lo que es común a todos ellos. (Mukařovsky, 1971: 36)

Es una distinción que puede recordar tanto el idealismo de Benedetto Croce (salvo que para el filósofo italiano la obra existe como intuición pura en la mente del artista, mientras que en Mukařovsky el objeto estético reside en la “mente colectiva” de la sociedad) como la distinción más contemporánea entre texto y espacio textual.

Mukařovsky señala que el objeto estético “se arraiga en la conciencia colectiva y ocupa el puesto del ‘significado’”, es decir, el objeto estético corresponde al ‘significado’ que una dada colectividad atribuye a la obra de arte.

Es precisamente en cuanto objeto estético que la obra de arte se colectiviza, entrando en un complejo juego de relaciones y correlaciones con el sistema total del arte y con el sistema total de la cultura.

Por lo tanto, mientras el artefacto, la obra material, se mantiene inalterado en el tiempo (salvo problemas de tradición o conservación textual), el objeto estético cambia conforme mudan los equilibrios del sistema cultural.

Además, la dimensión social, colectiva, del objeto estético permite distinguir entre los valores estructurales de la obra de arte, objetivos en una dada cultura, y los valores puramente subjetivos, accidentales, que cada lector atribuye a la obra. Al igual que la langue de Saussure, el objeto estético, aunque evolucione diacrónicamente, es inmutable en el plano de la sincronía.

Ahora bien, algunos autores (como L. Doležel, 2002: 209) relacionan directamente las dos nociones de ‘obra material’ y ‘objeto estético’ con las de ‘significante’ y ‘significado’. Esta correspondencia, a pesar de que el mismo Mukařovsky hable de la obra material como de un símbolo externo y del objeto estético como de su significado social, no me parece muy acertada.

El signo estético, a diferencia del signo lingüístico, es una estructura compleja en la que todos los elementos, incluso los formales, son portadores de valores semánticos, y por lo tanto es difícilmente reducible a la simple unión de un significante (una forma) y un significado (un contenido). La obra material y el objeto estético no “divorcian” en la semiótica de Mukařovsky, según sugiere Doležel, más bien la estructura material del artefacto da origen, a lo largo del “gran tiempo” (y a veces del “pequeño tiempo” también), a diferentes objetos estéticos, a diferentes interpretaciones (adquisiciones) culturales del significado global de la estructura artística.


Notas

[1] Locke emplea el término “registrar” para indicar la fijación en la memoria de un determinado signo (véase el título del párrafo 1 del capítulo IX del Ensayo: “Las palabras se usan para registrar y comunicar nuestros pensamientos”).

[2] La idea resulta interesante: si es cierto que no puede existir proceso de comunicación sin un previo proceso de significación (la semiosis precede a la comunicación), también es cierto que la semiosis, en un principio, viene estimulada (motivada) por y dirigida a las exigencias comunicativas.

[3] Para Peirce, “lo real no es cualquier cosa en que se nos ocurra pensar, sino que no es afectado por lo que podamos pensar del mismo. [...] ¿Dónde habrá de encontrarse lo real? Debe haber tal cosa, pues encontramos restringidas nuestras opiniones; por consiguiente, hay algo que influye en nuestros pensamientos y no es creado por estos. Es verdad que inmediatamente ante nosotros nada tenemos sino pensamientos [signos]. Pero esos pensamientos han sido causados por sensaciones que, a su vez, son constreñidas por algo exterior a la mente. Esta cosa que está fuera de la mente, que influye en forma directa en la sensación y a través de ésta en el pensamiento, por el hecho de estar fuera de la mente es independiente de la forma en que pensamos y, en resumen, es lo real” (Peirce, 1987: 94).

[4] Peirce nos recuerda que en inglés other, antes de que se adoptara la palabra  francesa second, “era simplemente el número ordinal correspondiente a dos”.

[5] Expresión equivalente a: “Al desarrollarse todo signo por medio de signos…”.

 
Bibliografía

Doležel, Lubomir
2002. “Semiótica de la comunicación literaria, en: Jesús G. Maestro (ed.), Nuevas perspectivas de semiología literaria, Madrid, Arco-Libris.

Eco, Umberto
1988. Tratado de semiótica general, Barcelona, Lumen.

Locke, John
1980. Ensayo sobre el entendimiento humano / 2, Madrid, Editora Nacional.
1999. Compendio del Ensayo sobre el entendimiento humano, Madrid, Ed. Tecnos.

Lotman, Iuri M.
1995. Acerca de la semiosfera, Valencia, Episteme.

Mukařovsky, Jan
1971. Arte y semiología, Madrid, Alberto Corazón.

Peirce, Charles S.
1987. Obra lógico-semiótica, Madrid, Taurus.

Saussure, Ferdinand de
1916. Curso de lingüística general, Buenos Aires, Losada.

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Materia - Compulsión

Ilusiones de humo. Sentidos y sinsentidos del consumo femenino de cigarrillos.
María Luisa Jiménez Rodrigo

Fumando espero o el tabaco es sagrado. Judit Bembibre Serrano y Lorenzo Higueras Cortés

El miedo a la musa: arte y droga en la segunda mitad del siglo XX: Andy Warhol y la Factory, Jean-Michel Basquiat, Damien Hirst. Victoria Quirosa García

La soberanía del consumidor. Antonio Martínez López

Compulsión y extremismo político. Carlos Almira Picazo

Materia - Eliade

Eliade y la antropología. José Antonio González Alcantud

Antropología y religión en el pensamiento de Mircea Eliade. Pedro Gómez García

Mito y sentido en Mircea Eliade. Una crítica fenomenológica. José Eugenio Zapardiel Arteaga

Chamanismo y psicopatología. Lorenzo Higueras Cortés

Mircea Eliade, el novelista. Constantin Sorin Catrinescu

Varia

El concepto de lo impolítico. Javier de la Higuera

Divagaciones semióticas. Mirko Lampis

Al Andalus: meta o mito de Al Qaeda. Tomás Navarro

Del inconsciente óptico al síntoma. Cine & Psicoanálisis hoy. José Luis Chacón

Un ejemplo de análisis de una obra renacentista: el motete Absalon fili mi, atribuido a Josquin des Prez. Enrique Lacárcel Bautista

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Lecturas y relecturas

Il dissoluto punito, ossia Don Giovanni Tenorio de Ramón Carnicer. Francisco José Comino Crespo

Veinticinco años de la última poesía hispánica. Mariano Benavente Macías

La Tempestad Serena de José Gutiérrez. Mamen Cuevas

José Luis Baca Osorio. Cuatro libros en uno. Pilar Gómez Ordoñez

Literatura y traducción de Wenceslao Carlos Lozano. PGO