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Ouroboros

Ouroboros
Publicación semestral - ISSN:1988-3927 - Número 3, septiembre de 2008
Materia - Revolución
Revolución rusa y revolución mexicana [*]

Hilario J. Rodríguez | Descargar PDF

Cuando los bolcheviques consiguieron hacerse con el poder en 1917, la mayor parte de los soviéticos eran analfabetos. Para ellos, la escritura y las letras impresas eran una especie de jeroglífico indescifrable. Sin embargo, los revolucionarios necesitaban despertar rápidamente la conciencia de clase entre toda la población y creyeron que el cine podía ser el mejor medio. Lenin reconoció el valor del séptimo arte, porque ya era la forma más popular de entretenimiento entre los soviéticos antes de la revolución, al menos en las ciudades más occidentales. Gracias a las imágenes, no era preciso esperar demasiado tiempo para reeducar a la población y tampoco preocuparse por la variedad lingüística del país, que era un auténtico caos babélico a causa de la extensión de sus territorios, que arrancaban en Europa y luego cubrían casi toda la parte norte del continente asiático. Bastaba con hacer películas sencillas, sin apenas intertítulos, de modo que cualquiera pudiese entenderlas. Pero lo más importante era que el cine pudiese llegar a pueblos y ciudades distantes, donde nadie había visto jamás una película. Fue así como, durante la guerra civil, entre 1918 y 1921, se utilizaron los trenes que recorrían la Unión Soviética para proyectar en ellos películas de agitación y propaganda. El cine comenzaba por aquel entonces a hacer un largo viaje.

Antes de la revolución, la producción, distribución y exhibición del cine soviético estaba en manos privadas; la situación continuó así hasta la nacionalización de todas las industrias, incluida la del séptimo arte. De pronto, muchos extranjeros huyeron del país, llevándose cuanto tenían a su alcance, dejando las salas de exhibición y los estudios casi vacíos. El bloqueo mundial dificultó todavía más la situación, pues en la Unión Soviética no se producían los materiales precisos para fabricar película virgen, obligando a Lenin a confiar en un vendedor clandestino que finalmente estafó al gobierno soviético. Durante varios años, Lev Kulechov tuvo que dirigir las prácticas de su taller en la escuela de cine recién creada sin película en las cámaras. Lenin sabía que resultaba imprescindible fomentar un cine que legitimase la revolución, cuando poco entre los soviéticos. El hambre, la Primera Guerra Mundial, la escasez de combustible, los problemas en las redes de alimentación de la electricidad y los rigores climáticos eran factores contra los que sólo se podía luchar con imágenes que pronosticasen un futuro mejor y que hiciesen hincapié en las miserables condiciones de vida anteriores a la revolución. Los espectadores, sin embargo, preferían películas extranjeras, sus propios noticiarios todavía no les convencían. Demasiado torpes. Si el cine soviético quería medirse con el cine norteamericano, tenía que crear un género vigoroso, similar en su espíritu al western, un género donde su Historia más reciente apelase al espíritu patriótico de los espectadores y los hiciese partícipes de los argumentos de las películas. Desde 1927, con el estreno de Octubre (Oktiabr, Sergei M. Eisenstein), el cine soviético se concentró en la revolución, como tema de interés nacional, propicio para exaltar el espíritu y los valores de quienes habían contribuido a derrocar el poder del zar. Diez años después de la revolución, ésta se repetía en la pantalla, con una absoluta fidelidad a los detalles, aunque ofreciese una versión de los hechos convenientemente manipulada, borrando la presencia de todos aquellos que de pronto se habían convertido en enemigos, después de haber puesto en peligro sus vidas luchando contra las tropas zaristas. Se rodó en los mismos palacios y lugares donde ocurrieron los acontecimientos más importantes; trabajaron miles de extras y técnicos, para conmemorar el décimo aniversario y de paso para celebrar el comienzo del primer plan quinquenal, que comenzó al año siguiente. Junto a El fin de San Petersburgo (Konyets Sankt Peterburga, 1927, Vsevolod Pudovkin), la película de Sergei M. Eisenstein debía demostrar quién había sido el gran héroe de la revolución, que no era otro que la masa, el pueblo, los soviéticos, trabajadores y padres de familia, el individuo de a pie. Aunque ambas películas parecían obras libres y muy innovadoras, fueron realizadas bajo la atenta mirada de Stalin, que ya por entonces tenía el poder absoluto. La fidelidad histórica sufrió así un serio revés cuando el primer montaje de Octubre fue rechazado, con la exigencia de que se borrase por completo la presencia de Trotsky. Por lo demás, la película pretendía ser una adaptación un tanto sui géneris del libro Diez días que conmovieron al mundo, del periodista estadounidense John Reed, que varias décadas más tarde adaptaría asimismo Warren Beatty en Rojos (Reds, 1981), uno de los escasos títulos en torno a la revolución de 1917 rodados fuera de la Unión Soviética.

Las películas de Sergei M. Eisenstein fueron experimentos formales. En ellas no tenían cabida los argumentos o los personajes tal como se habían entendido hasta entonces. No había un centralismo dramático y tampoco había héroes individualistas. Ya en La huelga (Stachka, 1924), donde describía la dura represión de los trabajadores por parte del ejército, utilizó a personas normales en lugar de actores, combinando planos cortos de sus rostros o de sus extremidades con partes de la maquinaria de una fábrica, para sugerir la degradación que habían sufrido los hombres al ser transformados en simples piezas de las máquinas que ellos mismos ponían en marcha y controlaban en las cadenas de producción en masa. Cualquier película del cineasta soviético demuestra que el cine en la década de los veinte estaba dejando de ser un arte meramente pictórico y teatral, encontrando su forma de expresión en el montaje y en los efectos visuales basados en la combinación de muchas imágenes diferentes.

Un simple acontecimiento puede generar, si su exposición es envolvente, una idea de amplitud. La guerra, por ejemplo, no necesita exponerse en toda su crudeza, porque basta con sugerirla a partir de pequeños detalles. Y una revolución suele ser a menudo una guerra que sólo se manifiesta en pequeños detalles. Sergei M. Eisenstein entendió esto último desde su primera película, aunque donde lo perfeccionó fue en la siguiente, El acorazado Potemkin (Bronenesets Potemkin, 1925), sobre el conato revolucionario de 1905. Se podían concentrar muchas cosas en las imágenes de la insurrección de los marineros de un barco de guerra soviético, antes incluso de que la revolución llegase a buen término, y sugerir además una idea bastante profunda sobre lo que es una revolución, a qué tipo de conflicto responde y cómo se desarrolla en términos bélicos. Así, el comienzo de la película contrapone a un grupo de marineros, cuyos rostros concretos no cobran forma, y unos cuantos oficiales, a quienes se observa con más detenimiento. Llegaría con esto para dejar claro que se trata de un conflicto de clases, ejemplificado en el interior de un barco a través de la masa de soldados y la particularidad de sus mandos. Pero también cabe añadir que la diferencia más significativa radica en la carencia de armas por parte de los primeros y el uso que hacen de ellas los segundos para repelerlos o para acallar sus exigencias. Eso mismo se traslada en la última parte de la película a la famosa secuencia de la matanza en las escaleras de Odessa, donde una multitud de civiles cae abatida por las balas de los soldados zaristas. Nadie adquiere demasiado protagonismo, porque los planos se encadenan a gran velocidad; aun así, se retienen la expresión de unos ojos aterrorizados, rostros girándose aprisa, el grito de una madre cuyo hijo acaba de ser alcanzado por el fuego, unas botas pisando un ramo de flores, el gesto de una madre antes de caer muerta al lado de un carrito con un recién nacido en su interior...

Las revoluciones no suelen estar bien vistas, ni en el cine, ni en la literatura, ni en ninguna parte. Salvo los propios gobiernos revolucionarios, nadie más suele ocuparse de reflejar una revolución concreta en una obra de arte, a no ser para hacer algún tipo de acusación. Ni siquiera se quieren ver las revoluciones como guerras, porque sería tanto como darles carta de naturaleza y que se extiendan como una verdadera plaga por todo el planeta. A Estados Unidos, sin ir más lejos, no se le ocurrió casi nunca hacer películas sobre la revolución rusa, porque de ella surgió el bloque comunista extendido por casi toda Europa Central y Oriental, que fue su gran enemigo desde la Segunda Guerra Mundial hasta finales de los años ochenta, cuando cayó el muro de Berlín. En general, fuera de las fronteras donde se produce una revolución, ésta no suele salir bien parada en ninguna película extranjera. Tampoco la revolución cubana ha conocido un reflejo cinematográfico demasiado positivo.

El cine soviético, consciente de la importancia del cine como medio de propaganda de masas, utilizó la revolución para exaltar el valor del pueblo en los combates, a menudo en condiciones desfavorables, enfrentado a un ejército mejor armado y profesional. Cineastas como Sergei M. Eisenstein, Vsevolod Pudovkin, Alexander Dovjenko o Boris Barnet contribuyeron con sus películas a dar forma cinematográfica a la lucha del pueblo soviético contra el poder del zar. Sin embargo, el interés por la revolución comenzó a disiparse poco a poco y en 1935 se volvió un tema secundario. Un nuevo enemigo comenzaba a dibujarse por aquel entonces en los sueños y pesadillas de Stalin. Las amenazas de Alemania y Japón, que querían anexionarse algunos territorios de la Unión Soviética, hicieron que el espíritu revolucionario, defendido hasta ese momento en oposición a la actitud internacional, que mostraba un enorme recelo hacia el comunismo, pasase a un segundo término, para concentrarse en adelante muchas películas en la defensa de los valores nacionalistas.

La revolución mexicana fue totalmente distinta a la soviética en términos cinematográficos, aunque hubiese entre ambas una clara afinidad ideológica. Para empezar, implicaba a Estados Unidos de manera más directa en el conflicto, por la cercanía geográfica que une a ambos países. Aparte de esto último, la revolución mexicana era una guerra contra el poder militar que en pleno siglo XIX había infligido serias derrotas a los norteamericanos, en la disputa por los territorios de Texas, Nuevo México y California, principalmente. No es de extrañar, por tanto, que la revolución mexicana haya sido la que más películas ha inspirado, las más conocidas (y también las mejores) producidas en Estados Unidos.

Por paradójico que pueda sonar, la revolución mexicana no esperó a su término para intentar quedar inmortalizada en el cine. En 1914, mientras aún se sucedían los combates, Pancho Villa le cedió a la Mutual Film Corporation los derechos de filmación de todas las batallas y de cuanto los operadores creyesen de interés en relación al conflicto bélico o al pueblo mexicano. A falta de una industria nacional, era preciso acudir a una productora extranjera, para que así aquella guerra pudiese salir de sus fronteras y llegar al mundo entero. Por eso se dieron todas las facilidades a las cámaras. Había siempre un gran contingente militar alrededor de los técnicos cuando estaban filmando, para asegurarse de que el fuego nunca alcanzase a estos últimos. Se procuraba asimismo que las circunstancias lumínicas fuesen las idóneas, porque de noche, sin focos, era imposible rodar. Muchas batallas, por ejemplo, se aplazaban varias horas si de pronto oscurecía y ya no era posible distinguir a quienes peleaban. A veces, para permitir que los operadores llegasen a tiempo cuando venían de un lugar distante, se retrasaban las acciones bélicas. Durante la revolución, no obstante, lo único que se filmaron fueron noticiarios y documentales, mezclando a menudo un punto de vista antropológico o etnográfico con imágenes de guerra.

Todas las películas que se rodaron sobre la revolución mexicana en Estados Unidos hasta la década de los sesenta eran, de algún modo, cínicas. Unas se centraban en los hechos pero sin incidir en el lado ideológico de éstos, como si la revolución hubiese sido una simple balacera muy del gusto mexicano; y otras se centraban en el plano ideológico, mostrando la revolución como un fracaso del comunismo, que sólo había conseguido deponer un poder e instaurar a continuación uno distinto, sin que entre ambos hubiera demasiadas diferencias. Viva Villa (1934, Jack Conway) y Viva Zapata (1952, Elia Kazan) serían claros ejemplos de las dos perspectivas mencionadas con anterioridad. De la primera a la segunda, el retrato del personaje central (Wallace Beery y Marlon Brando respectivamente) pasa de ser un hombre de acción tan irresponsable como audaz a un gris campesino que llega a detentar el poder del país con la misma intransigencia de quienes lo ocuparon antes que él. El cine norteamericano, no obstante, ha sido el que ha tenido el monopolio de la revolución mexicana desde siempre. Incluso ¡Qué viva México! (1931), la obra inacaba de Sergei M. Eisenstein donde se iba a recoger la historia reciente del país, hasta el final de la revolución, fue interrumpida después de que el realizador soviético hubiese rodado más de 59.000 metros de película y hubiese enviado el material a Hollywood para que lo revelasen en sus modernos laboratorios. Aquel incidente le hizo perder cualquier posibilidad de trabajar en Estados Unidos y, por encima, se vio apartado de la dirección al llegar a la Unión Soviética, donde tardó más de siete años en sacar adelante su siguiente proyecto.

Por regla general, la revolución mexicana fue falseada por todo el mundo cuando alguien la utilizó en una película. Incluso los realizadores mexicanos la convirtieron en una excusa para emitir discursos grandilocuentes o edificantes, sin atender a los hechos, quizás por la extrema confusión que rodeaba al período revolucionario, en el que las traiciones, las conspiraciones, las sediciones y las luchas por el poder estaban a la orden del día. Emilio Fernández convirtió la revolución en una especie de tema musical de fondo en muchas de sus películas, como Flor Silvestre (1943). Pero los norteamericanos fueron quienes más deformaron la realidad, ofreciendo un retrato bastante inexacto de sí mismos en Bandido (1956, Richard Fleischer), donde sus intereses iniciales, de carácter mercantil, al final se transformaban en un heroísmo un tanto oscuro, sospechoso. Veracruz (1954, Robert Aldrich), en ese sentido, era algo más ambigua, aunque no lo bastante como para aceptar los aspectos más cuestionables del intervencionismo norteamericano, que sólo a partir de los años sesenta se vio reflejado en las películas sobre la revolución mexicana. Los profesionales (The Professionals, 1966, Richard Brooks) y, en especial, Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969, Sam Peckinpah) ya no ofrecen la típica versión institucionalizada de la violencia, que justifica toda acción que emprenda Estados Unidos dentro y fuera de sus fronteras, sino que desvela el final de sus propios mitos, la aceptación de que, incluso cuando las películas hechas en Hollywood muestran las guerras que se libran en otros países, los estadounidenses en ellas exhiben la eterna lucha que ellos libran contra sí mismos.

Notas

[*] Fragmento de El cine bélico publicado por Paidós (Barcelona, 2006).

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ÍNDICE

Materia - Revolución

Un aposento para el fantasma: el androcentrismo en Medicina. Emilia Martínez Morante

La revolución en medicina. Tengo un amigo diabético... Alfonso Lluna Carrascosa

Reflexiones sobre el Viejo Mundo. Antonio Martínez López

Revolucionarios. Hilario J. Rodríguez

Revolución rusa y revolución mexicana. Hilario J. Rodríguez

De La Marsellesa a Eurovisión. Pablo Pacheco Torres

Varia

El nuevo cine rumano o la pasión por la verdad. Sandra Istambul y José Ángel Martínez

Un ejemplo de análisis de una obra barroca: la Fuga BWV 856 de Juan Sebastián Bach. Enrique Lacárcel Bautista

Una aproximación analítica al primer movimiento del Concerto de Manuel de Falla.
Olga Domínguez de León y Enrique Lacárcel Bautista

La traducción de un pregón callejero: la ópera El retablo de maese Pedro de Manuel de Falla. Laura Santana Burgos

Dos miradas poéticas: dos mundos poéticos actuales (José Antonio Mesa Toré y Juan Carlos Abril). Mariano Benavente Macías

Breve paseo por los confines: la península de Kamchatka. Carlos Sánchez-Cantalejo Jimena

Anomia: explorando el territorio... sin mapa. Lorenzo Higueras Cortés y Judit Bembibre Serrano

Glosario de (contra)psicología y guía de conversación: (II). Adaptación. Lorenzo Higueras Cortés y Judit Bembibre Serrano

Galería

Revolución. Sandra Istambul

Instantáneas. Marta Iglesias

Lecturas y relecturas

Il Sant’Alessio de Stefano Landi. Francisco José Comino Crespo

RILKE, Rainer Maria. Poemas a la Noche (y otra poesía póstuma y dispersa).
Juan José Ramírez

Sobre Echado a perder de Carlos Pardo. J.J.R.

La novela perversa. Rodríguez, Hilario J. (2004). Construyendo Babel. Salamanca: Ediciones Témpora. Judit Bembibre Serrano

La espiral del mito.
Calasso, Roberto. (1990). Las bodas de Cadmo y Harmonía. Barcelona: Anagrama. J. B. S.