Hilario J. Rodríguez | Descargar PDF
El revolucionario siempre acaba yendo demasiado lejos, por eso llega un momento en que incluso quienes simpatizaban al principio con su causa luego le niegan su apoyo y le dejan solo. Muchas veces son un grupo de campesinos que se unen para reclamar sus derechos ante un terrateniente. Otras son un grupo de ladrones que prefieren vivir al margen de la ley antes que acatar las órdenes de quienes les explotarían sin piedad. Un movimiento cinematográfico como el cinema novo brasileño concentró gran parte de sus intereses en la descripción de revueltas e ídolos populares. Vidas secas, Los fusiles (Os fuzis, 1964, Ruy Guerra) o Antonio-das-mortes (O dragao da maldade contro o santo guerreiro, 1968, Glauber Rocha) expresaban la necesidad de actuar por parte de los campesinos, para cambiar sus duras condiciones de vida y para redistribuir los bienes que habían acaparado los terratenientes. Vivir era para ellos como una guerra continua contra los elementos, contra los abusos, contra Dios. En cierto modo, los revolucionarios son esclavos que quieren romper las cadenas que les atan a una vida sin futuro. Morir, al fin y al cabo, no es lo peor que puede sucederles. Resistir cada día es mucho más duro. Siempre la misma infamia, las mismas adversidades. Así pues, siempre surgirán revolucionarios mientras queden lugares del planeta donde se cometan atropellos o se violen los derechos humanos básicos, donde la riqueza no esté dividida equitativamente y las diferencias sociales sean demasiado grandes. El problema de los revolucionarios suele consistir en que no saben qué hacer cuando han derrocado el poder contra el cual luchaban. Hubo casos en los que los revolucionarios ni siquiera supieron aprovechar una victoria y enseguida cayeron de nuevo en manos de sus enemigos, que optaron por exterminarlos, como sucede con los esclavos de Espartaco.
Los revolucionarios gozaron de buena prensa durante algún tiempo. Fidel Castro y el Che fueron héroes para bastantes jóvenes a finales de los sesenta y principios de los setenta, por muy negativos que fuesen los retratos que ofreció de ellos el cine norteamericano. Topaz (1969, Alfred Hitchcock), por ejemplo, da una imagen poco glamurosa de la revolución cubana y de quienes la llevaron a cabo. No obstante, hubo un tiempo en que se aplaudía a cualquiera con tal de que fuese un insurrecto. Incluso el Ayatolá Jomeini fue saludado en Europa como un libertador antes de la revolución que él encabezó en Irán y que acabó como todo el mundo sabe. Y en Camboya al principio hubo personas que aplaudieron el triunfo de la guerrilla, hasta que se instauró el régimen de los jemeres rojos y éstos sembraron de cadáveres el país. Los gritos del silencio apenas insinuaba lo ocurrido en aquel lejano país asiático; ha tenido que ser un represaliado quien describiese con firmeza y profundidad a sus antiguos verdugos en S21, la machine de mort khmère rouge (2002, Rithy Panh). Este extraño documental convocaba a varios carceleros y torturados que trabajaron en un centro de Phnom Penh durante los peores años de la represión, para que evocasen en el mismo lugar sus actos, sin hacer uso en ningún caso de material de archivo. Sin embargo, ninguno de los verdugos titubeaba cuando todos ellos tenían que escenificar o dramatizar algo delante de las cámaras, alzando la voz y realizando gestos de amenaza, como si sus víctimas aún estuviesen a sus pies, rezando, suplicando o llorando, con miedo, aterrorizadas... Como si ellos siguiesen siendo verdugos; como si nunca hubiesen sido revolucionarios luchando por la paz o por la igualdad; como si no fuesen más que un grupo de degenerados y sádicos incapaces de arrepentirse por completo de lo que hicieron.
Notas
[*] Fragmento de El cine bélico publicado por Paidós (Barcelona, 2006).
Materia - Revolución
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